miércoles, junio 05, 2013

WALTER ARP: ARTE Y ELOGIO DE LOS PÁJAROS







Desde que nace nada lo aparta
de su deber terrestre,
trabaja al sol, procrea, busca sus migas
y es sólo su voz lo que defiende
porque en el tiempo no es un pájaro
sino un rayo en la noche de su especie,
una persecución sin tregua de la vida
para que el canto permanezca.

La terredad de un pájaro


Alguien que he sido o soy, no sé,
oye o recuerda
si hay algo real dentro de mí son ellos,
más que yo mismo, más que el sol afuera,
si es musical la fuerza que hace girar el mundo,
no ha habido nunca sino pájaros,
el canto de los pájaros
que nos trae y nos lleva.

Pájaros



Cuando tratamos de ordenar nuestra visión sentimental del mundo, aun sin proponérnoslo optamos por un innato principio de belleza. Resaltamos aquello que desde niño nos ha seducido la mirada, al punto de ganarse en nuestro ánimo un lugar preferente. Creo que, por rápido que se intente cualquier saldo al respecto, la contemplación de los pájaros resulta para cada persona una de las más entrañables. Con el paso de los años comprobamos que algunas de nuestras antiguas creencias se confirman, en tanto que otras se borran, creemos o descreemos, la ideas cambian y nos cambian, sin embargo la predilección por la compañía de los pájaros, de cualquier pájaro, permanece y no hace más que crecer a lo largo de nuestra vida. Es como si ante su presencia, ya se trate de uno pequeño o grande, colorido o pardusco, corroborásemos la certeza de que en su cuerpo se compendia uno de las formas errantes más hermosas del universo. Se ha dicho que tal predilección arraiga en el deseo de vuelo que siempre ha acompañado al hombre, más que en los llamativos colores que el plumaje de un ave determinada posea o en las notas de su canto. “Lo que es bello primitivamente en el pájaro es el vuelo”, escribió Gastón Bachelard. Y acaso por ello la parte de su anatomía más celebrada desde antiguo siga siendo el ala, que es capaz de transportar a las alturas el cuerpo del ave y, por extensión, el humano ensueño de elevarse algún día sobre las cosas. Platón escribió en el Fedro que “de todo lo que pertenece al cuerpo, son las alas las que más participan de lo divino”.


Sí, tal vez el deseo de elevación sea el que nos lleve a privilegiar su cercanía. Al admitirlo, no obstante, es imposible desconocer que además de su figura y vistoso plumaje resulta también muy determinante su canto, la memoria de su canto, a la hora de elegir aquellos que consideramos en definitiva los más apreciados. Quienes hayan vivido largo tiempo fuera de sus lugares de origen saben cuánto depende el sentimiento de apego de ciertos silbos escuchados desde la infancia, silbos que nunca podrían suplirnos otros pájaros extraños, por melodiosos que éstos sean. Pero notemos asimismo que existen pájaros que son privilegios del oído como otros lo son de la vista. Las aves que viven en la proximidad del mar, por ejemplo, nos regalan la música de sus vuelos, las entretejidas figuras con que a diario se desplazan en el aire, a veces en lo más elevado del cielo, cuando no descienden y planean a ras del agua, como suele hacer el alcatraz al peinar el oleaje en busca de su pesca. Y es que dentro y fuera de su cuerpo, como una isla de plumas errantes, el pájaro vive rodeado de aire por todas partes.

Ante su cercanía optamos por un cariñoso y enigmático respeto. Admitimos secretamente que gracias a su levedad es el mensajero de algo cuyo descifre se nos escapa. Lo suponemos el sujeto de una espiritualidad que tal vez en parte le atribuimos y en parte también él nos revela. Es sabido que la poesía lo ha tenido desde siempre por uno de sus motivos más fértiles. El pájaro es la concreción de un anhelo espiritual que parece ser natural a la búsqueda humana. ¿No le atribuyeron los antiguos egipcios a uno de sus dioses más venerados el cuerpo de un hombre y el rostro de un pájaro, de un ibis concretamente? Se trataba nada menos que del dios del lenguaje, el misterioso Toth, el señor de las palabras divinas.

II

Para acompañar en cierta ocasión un conjunto de obras del pintor Georges Braque que tenía por único tema la representación de los pájaros, el poeta Saint-John Perse escribió una memorable meditación lírica que posee el valor y la fuerza de un poema autónomo. Este significativo poema se llama simplemente Oiseaux (Pájaros), y fue traducido entre nosotros, hace casi tres décadas, por Guillermo Sucre. La tentativa de Braque, que andaba entonces en sus ochenta años, era una recreación estilizada, próxima a la abstracción pictórica, un intento ceñido a los reconocidos rasgos de su obra plástica. Imágenes y formas reducidas a las líneas elementales que suponían una sutil interiorización de las figuras, preferentemente en vuelo, de los pájaros. El viejo maestro francés, ya octogenario, parecía resumir su larga búsqueda plástica en los trazos depurados, con una simplificación casi ascética, de las aves. No poco de su arte y de su propia vida era recreado de este modo gracias a tales imágenes. Por su parte, ante tan despojada tentativa, las palabras del poeta Perse se propusieron asumir con independencia una meditación sobre el significado que tiene para el hombre la compañía de los pájaros, con lo cual convirtió su poema, como aclara Guillermo Sucre en el prefacio de su obra, en “el poema sobre la creación artística: la relación del arte con la naturaleza del artista, del artista con su propia conciencia”.

Mientras los cuadros de Braque le suministraron su referente, el poeta supo aludir a ellos y a su creador, pero sus páginas ante todo se destinan al elogio de los pájaros y a la celebración de su presencia en la imaginación del hombre. Es así como Perse, al evocar a los viejos naturalistas enamorados del vuelo de las aves, se refiere en su poema ya no a un cuerpo volante, sino a un pequeño satélite que acompaña la gravitación de la tierra: “En su doble obediencia --escribe el poeta— aérea y terrestre, el pájaro nos era así presentado en lo que es: un minúsculo satélite de nuestra órbita planetaria”. Este pequeño satélite que menciona el poeta ha sido dotado por la naturaleza de una perfección de ligereza corpórea, de una levedad anatómica nacida en beneficio de su triunfo sobre la gravedad y el dominio de las alturas.

“El pájaro sucinto de Braque --anota Perse— no es nunca un simple motivo. No es filigrana en la hoja del día. Absorbe, como la planta, la energía luminosa, y es tal su avidez que no percibe el violeta ni el azul en el espectro solar. A fuerza de voluntad, rompe el hilo de la gravitación”. En otro fragmento de su poema, los pájaros en la página abierta del cielo se le transforman en signos puros, en formas de la escritura: “Son, como el metro, cantidades silábicas. Y procediendo, como las palabras, de una lejana ascendencia, pierden, como las palabras, su significado en el límite de la felicidad”. Se trata, por lo demás, no de una escritura simple destinada a registrar las cosas, sino de una escritura capaz de hacer posible la predicción y la lectura del futuro: “Tomaron parte antaño en la aventura poética, con el augur y el arúspice. Y helos aquí, vocablos sometidos al mismo encadenamiento, para el ejercicio distante de una nueva adivinación…”

Aves o palabras escritas en continuo movimiento en los cielos abiertos, ya no serán nombrados como bandadas de pájaros, sino más propiamente como “estrofas errantes”. Sigamos la escritura de Perse: “Llevados, como las palabras, por el ritmo del universo, se inscriben por sí mismos, y como por afinidad, en la más amplia estrofa errante que se haya visto nunca desplegarse en el mundo”. Se trata, en definitiva, de un misterioso emisario, pues como afirma el poeta “es nuestro emisario y nuestro iniciador”, y de seguro que tales palabras las debió suscribir de buen grado el pintor Braque, al igual como también suscribiría la certeza de que los pájaros no tienen otra edad que la que su inocencia sabe comunicarnos. Como bien escribió Perse: “La inocencia es su edad”.

III

De la noción de los pájaros como signos escritos en la página celeste, hemos de pasar ahora a la llamada “lengua de los pájaros”, a la cual remite cierta tradición oriental, comentada en nuestro idioma no hace muchos años por el poeta José Ángel Valente. Se trata de la lengua hablada en el jardín del origen, como se lee en el Corán: “Salomón fue heredero de David y dijo: ¡Oh hombres! Se nos ha enseñado la lengua de los pájaros. Todos los bienes se han derramado sobre nosotros: he ahí, ciertamente, una gracia manifiesta”. Al detenerse en la noción citada, afirma Valente que lo que en esa tradición se denomina “lengua de los pájaros” viene a ser “el medio que permite una comunicación con los estados superiores del ser”. Tal sería, según esto, el lenguaje de que se vale el chamán una vez que, gracias a su danza y a su canto, accede al trance de cuyo mensaje forma parte un lenguaje secreto, de contenido esotérico, “el lenguaje del subconsciente y del submundo, el lenguaje que los chamanes hablan entre sí, y al que denominan “lengua de los pájaros”.

Vemos, pues, como al volante amigo que despierta en el hombre el anhelo de elevación, al mensajero celeste, se le ha atribuido también la posesión de una lengua capaz de comunicar con las alturas. Ya sabemos que cuando frecuentamos su compañía nos enteramos de que un solo pájaro suele poseer muchas variedades de silbos y cantos para comunicarse con los suyos y transmitir ya sea avisos de peligro, ya de demarcación de territorio, de cortejo amoroso, faenas de nidación, etc. Acostumbrado a escuchar el más común de sus constantes silbos, como me ha sucedido cierta vez con un par de azulejos, me llenaron de mucha extrañeza las sutiles modulaciones que, en un cierto momento y posados en un cable de la calle, de pronto ocupaba a una hermosa pareja de estos pájaros. Entonaban entonces una especie de acompasado murmullo, de sones que jamás había escuchado, y al ir a verificar de qué rara especie se trataba, pude observarlos en un rincón aparte, retirados de los ruidos del tránsito.

A tal rareza se asocia también la que nos producen ciertos pájaros, como el arrendajo o la paraulata, que con frecuencia improvisan o bien se apropian de cantos ajenos escuchados a otras variedades diferentes. Los demás, en cambio, tal vez más celosos de la pureza incontaminada, persisten en la forma invariable de sus cantos. En unos y otros pervive un lenguaje de armonías cuya precisa significación casi nadie consigue dominar, a menos que se posea la clarividente atención de un San Francisco de Asís, que llegó a familiarizarse con los zureos y arrullos de las tórtolas. “El que sabe de pájaros --escribió Valente en un párrafo que parece haber nacido para este libro—, de la inclinación del vuelo, tiene una de las más secretas llaves de la sabiduría y se va haciendo con el paso del tiempo de aire transparente y sutil”.

IV

Tales consideraciones se nos han ocurrido al acercarnos a la obra pictórica de Walter Arp, una obra destinada a reproducir amorosamente en sus telas las más distintas especies de aves que pueblan nuestra geografía. Son pinturas que ponen de manifiesto la devoción de una larga vida consagrada a recrear en sus cuadros las llamativas figuras de muy diversas clases de pájaros. Vemos que también para Arp los pájaros han constituido una especie de alfabeto alado, un conjunto de signos volantes, como señalaba Saint-John Perse, y que a través de su trabajo pictórico se ha dedicado durante años a dibujar los signos de ese alfabeto para leer el mundo. Gracias al esfuerzo artístico que le ha proporcionado una prolija experiencia, Arp ha alcanzado, como puede verse, una cumplida maestría en el dibujo de sus cuerpos, de sus alas y sus ágiles posturas.

El empeño de una imaginación dinámica inclina a nuestro pintor a representarlos casi siempre en movimiento. Recordemos que al referirse en sus apuntes al tema del vuelo, Leonardo dividió su estudio en cuatro puntos fundamentales, a saber: el primero que trata del vuelo mediante el movimiento de las alas; el segundo se destina al vuelo con ayuda del viento, sin mover las alas; el tercero trata del vuelo en general, tanto de los pájaros como de murciélagos, peces, demás animales e insectos. El último se consagra al mecanismo del movimiento. Por su parte, Arp prefiere casi siempre representar los movimientos de sus cuerpos, la forma en que aparecen menos estáticos, pues aun cuando acaben de posarse en la rama de un árbol son mostrados en espontáneo movimiento a causa de la vecindad de algún otro que aparece a su lado.

Con natural modestia, Arp suele reconocerse como un autodidacta de la pintura. En efecto, ha confesado que sólo unas pocas lecciones tempranas del pintor Braulio Salazar fue todo cuanto tuvo a su alcance para encaminar su vocación, para que cristalizara en su espíritu la determinación de consagrar todos los días de su vida a celebrar en las telas de sus cuadros la belleza y movilidad de las aves. Lo demás ha sido obra de un esfuerzo paciente, de una vigilancia ordenadora, hasta haber logrado darle forma a un corpus de imágenes que constituyen uno de los documentos ilustrativos más importantes de nuestro país en estas últimas décadas.

Nuestro pintor ha reconocido el haberse propuesto ante todo una misión conservacionista, que comprende la divulgación de la avifauna venezolana a partir de prolongadas observaciones de campo, un propósito que convierte su obra en un instrumento de pedagogía zoológica, pero es indudable que sus logros sobrepasan con mucho tal cometido.

Con igual sentido de humildad ha subrayado como un hito en su itinerario formativo el encuentro con la obra de John James Audubon (1785-1851) y su famoso álbum, “Birds of América”, en cuyas obras, como ha ocurrido con otros actuales continuadores norteamericanos, supo reconocer los hallazgos de un eminente antecesor y a la vez identificar el propósito que guiaba desde el principio su tarea pictórica. Se diría que gracias al conocimiento de las famosas estampas de este pionero de la pintura de aves, el espíritu artístico que instintivamente guiaba a Arp alcanzó una cristalización definitiva de su tentativa creadora.

Esta misma modestia que hemos apuntado es la que a nuestro parecer le suministra su mayor fuerza: Arp no desea ser más que lo que es, un pintor que celebra nuestra flora y nuestra fauna sin disputarle méritos ni originalidades a nadie, pero debe añadirse que cuanto nuestro pintor se ha propuesto por meta durante su prolongada tarea pictórica, ha sabido emprenderlo del modo más hondo y verdadero posible. Sin duda por ello la vida se le ha hecho corta para recorrer cada rincón de nuestra geografía, para andar por los caminos menos transitados, tratando siempre de conjugar su existencia con el propósito a que desde temprano se propuso destinarla.

Arp sabe que junto a la enigmática presencia del pájaro se encuentra el entorno donde éste se desenvuelve, sus hábitos, sus secretos. Y sabe también que la pintura de sus imágenes requiere minuciosamente de tal conocimiento, de tal convivencia. Puede decirse, por tanto, que a la vez que ha procurado poseer la maestría en el arte de fijar sus formas, ha profundizado también en la enseñanza que nace de la diaria convivencia con las aves. Y es que, si los pájaros son en verdad signos que se desplazan en el aire, podemos afirmar que Arp ha consagrado su vida a la recreación plástica de sus figuras, y al mismo tiempo ha comprobado en sí mismo cómo su compañía le proporciona un sentido especial a la existencia. Tal propósito, por lo demás, no lo ha acometido del todo solo. Para llevar a término su valioso emprendimiento ha contado desde siempre con el apoyo imprescindible de su esposa, Elena Blaubach, ella misma una devota conservacionista, compañera de excursiones y pintora de la flora del trópico.

V

Quisiera ahora entrar en mi viejo taller de poeta y tratar de localizar en los cuadernos de distintas épocas algunos de los registros que sus páginas retienen en elogio de los pájaros. Sé que no han sido pocas las veces en que he escrito sobre ellos, sobre sus vuelos, sus cantos y su volante belleza. Y al hacerlo, pienso que tal vez el brevísimo recuento que me propongo sea una forma cordial de tributarle por mi parte un reconocimiento a un hombre que, como Walter Arp, ha destinado tantos años de su vida a la celebración de su armoniosa compañía.

Lo primero que debo decir es que, en vez de letras o de palabras, a menudo he creído servirme más bien de imágenes de pájaros, de cuanto su figura y sus cantos traen a la página en blanco y, por así decirlo, ellos mismos escriben con sus propias huellas. Me refiero a lo que escriben cuando a diario los vemos y los escuchamos, y también lo que de ellos escribimos cuando nos hemos alejado de su ambiente y notamos la falta que nos hacen. Como he afirmado al comienzo, quizás a otros también les haya ocurrido que, al encontrarse en tierras lejanas, por más que llegue a conocer otras especies de pájaros y otros cantos distintos, echará en falta los silbos que desde la infancia lo han acompañado. Me refiero sobre todo a su cotidiana vecindad que de tan frecuente casi no llega a notarse, pero cuya falta se nos hace evidente apenas nos alejamos. Sólo entonces advertimos hasta qué punto se han grabado en nuestra memoria el canto del chirulí, del cristofué o de la paraulata, para sólo nombrar tres de los que a diario nos frecuentan. Recuerdo ahora un verano europeo en que, rodeado del canto de los mirlos y del piar incesante de los gorriones, anoté así y todo en una libreta: “Debo estar lejos / porque no oigo los pájaros”. Lo que entonces subrayaba era su falta, la falta de los cantos que pueblan nuestros recuerdos, cuya carencia me representaba una suerte de sentimental lindero mediante el cual podía saber lo lejos que me encontraba de casa.

En otra página escrita por esa misma época, encuentro un registro de la cercanía real o imaginada de sus cantos. El poema a que me refiero, cuyo título es por cierto “Pájaros”, comienza de este modo: “Oigo los pájaros afuera, / otros, no los de ayer que ya perdimos, / los nuevos silbos inocentes”.

La segunda y última estrofa consta de estos versos que copio íntegramente:

“Alguien que he sido o soy, no sé,
oye o recuerda;
si hay algo real dentro de mí son ellos,
más que yo mismo, más que el sol afuera;
si es musical la fuerza que hace girar el mundo,
no ha habido nunca sino pájaros,
el canto de los pájaros
que nos trae y nos lleva”.

En otro de los diversos momentos en que me he ocupado de los gorjeos y las imágenes de los pájaros, me he hecho la pregunta más sencilla que en su proximidad se nos ocurre. Escribí entonces: “¿Quién canta tanto por la voz del pájaro?”. Es como si, ante lo inmediato de sus cantos, se despertase en nosotros el niño que fuimos y nos prestara por un momento sus inocentes palabras. Alguna vez el gran poeta andaluz Juan Ramón Jiménez se hizo la misma pregunta en un poema memorable: “¿Por qué cantan los pájaros que cantan?”

Volvamos a mis cuadernos. Entre los escasos pájaros que se han quedado en nuestras ciudades disputándole al hombre su espacio, uno de los más queridos es el tordo, el familiar tordito, de plumaje negro el macho, con vetas algo tornasoladas, en tanto que la hembra suele ser más parda y pequeña. Su convivencia urbana lo ha llevado a adaptarse a casi todas nuestras ciudades y aldeas, aunque también pueda encontrársele cerca del mar, en el paisaje de las costas. El tordo no se arredra ante el humo de los autos ni ante las dificultades de la vida ciudadana. Come lo que puede donde lo encuentra y anida en el árbol más próximo. Por cierto, su simpática figura no falta en el álbum de Arp, pese a no contar con un plumaje de colores llamativos, más propio de aquellos que por obvias razones son siempre los preferidos para la pintura. Digamos que el tordo, a fuerza de cariño, ha sabido ganarse su puesto.

A veces, durante su período de nidación, se ha visto en alguna plaza pública cómo, a falta de pajuelas para fabricar su nido, el tordo arranca alguna hebra al largo cabello de una mujer desprevenida. Pues bien, a este pequeño amigo he dedicado varios versos en distintas ocasiones. La gente que va por las aceras, absorta en sus cavilaciones, sin proponérselo momentáneamente lo espanta, pero el tordo regresa, ya no teme a los hombres, sabe que ha hecho de la ciudad su espacio propio, y así será durante los días que pueda soportar la contaminación de la atmósfera. Por momentos, delante de nosotros, se engrifa y lanza su canto, un canto de reto, como advirtiéndonos su deseo de no ser perturbado. Uno de éstos fue el que dio origen a un poema que principia así: “Un canto para el tordo que viene a amanecer / soñando aún, junto a nosotros, / y más que nadie contento de estar vivo”. Más adelante el mismo poema lo describe: “El solitario, el músico / que me esquiva azorándose en la calle / si me acerco / y se repliega cubriendo entre las alas / el piano de sí mismo”.

Vestido de negro, con la levita de los consagrados intérpretes, parece preparado para improvisar su concierto en cualquier rama o pretil de la calle. Y nada pide a cambio, salvo quizá el afecto bien ganado de los vecinos gentiles. Convengamos en que existen sin duda muchos otros pájaros de más vistosos plumajes y de vuelos más veloces, sin embargo pocos comunican, como el tordo, una alegría de vivir tan definitiva, una confianza tan honda en los días y la luz de la tierra.
VI

Si descontamos el anhelo de vuelo que le han comunicado al hombre desde tiempos inmemoriales, dos son sobre todo los otros aspectos que en los pájaros se resaltan. Me refiero a su belleza, ligera y aérea, y al poder enigmático que como alados mensajeros comunican a cada instante. Sea que se posen cerca de nosotros o que aniden donde podamos verlos, sea que los oigamos cantar temprano al alba, parecen llevar con ellos adonde van algo que no logramos identificar del todo, algo que fatalmente desemboca en el misterio. Sin duda forma parte de tal enigma la conducta tan peculiar de los pájaros ante la muerte, el hecho de que instintivamente sepan esconderse para morir a fin de desaparecer sin dejar rastro. Cuando por casualidad damos con alguno ya muerto, bien sabemos que ha sido víctima de alguna pedrada o se ha electrocutado.

El enigma que siempre parece acompañarlos, la belleza de sus figuras y el anhelo de vuelo que proyectan en el ánimo de los hombres son motivos más que válidos para recrearlos artísticamente ya sea en la música, en la poesía o en la pintura. Walter Arp descubrió hace mucho tiempo, con una certeza que ha sabido refrendar a lo largo de sus años, que debía dedicarse por entero a celebrar la bienhechora compañía de los pájaros. Tras sus observaciones de campo, ha sabido traer a sus telas, con el esmero de un miniaturista, los minuciosos detalles de las formas de los pájaros, sus poses habituales y sobre todo la gracia de sus colores. Y tal vez de entre todos los elementos haya sido el tratamiento del color el que reciba mayor atención en cada cuadro. Formas coloridas, plumajes cuya reproducción manifiestan un goce casi místico del color. Plumas azules, ocres, verdes, amarillas… Una infinita gama de colores que las palabras no alcanzan a describir. Colores de pájaros, colores en torno a los pájaros, colores con pájaros dentro.

Rememoremos para concluir la expresiva frase de Valente: “El que sabe de pájaros tiene una de las más secretas llaves de la sabiduría y se va haciendo con el paso del tiempo de aire transparente y sutil”. Con tenacidad y devoto cariño, Arp ha ahondado en los menesteres de su técnica pictórica hasta perfeccionar la creación de sus inmejorables estampas. Al mismo tiempo, los muchos años destinados a la pintura de los pájaros le han proporcionado cierta alada sabiduría, cierto conocimiento del mundo, que constituye quizá la mejor dádiva de su larga convivencia con sus vuelos y sus cantos.

EUGENIO MONTEJO

Junio de 2006

Fuente: Analìtica, 11 de junio del 2008.
http://www.analitica.com/va/arte/dossier/8458408.asp

Publicada inicialmente en Embusterías el 13 de junio del 2008.

2 comentarios:

Anónimo dijo...
Este blog ha sido eliminado por un administrador de blog.
A chuisle dijo...

Gracias Mery todo este post es una maravilla, todos los poetas que hablan del Lenguaje de los pájaros, concuerdan en el bien que hace al hombre asimilar este lenguaje, estética cuántica, metafísica, espiritualidad, belleza, arte en todo su esplendor.