jueves, septiembre 29, 2016

LIDIA BARUGEL - CONTRAPALABRA

Travesía de la palabra-disparo
al pájaro vivo de la tarde







Y la palabra rompió en pedazos
el aire de la tarde

Conozco bien esa palabra-estilete que, con precisión de cirujano, puede abrir boquetes en las pieles más amuralladas. La que deshace todo encantamiento y trueca la vida por un dardo sin mesura. La que le roba el rubor a la pupila y viste de silencio los cantos de la noche.

A la escritora argentina Lidia Barugel no la conocía más allá de la evocación que hizo el amigo común René Rodríguez Soriano de su obra Otilia Umaga, la mulata de Martinica (2009),  ganadora del Premio Juan Rulfo de novela corta 2008, en la Revista Media Isla, en su edición del sábado 19 de junio del 2010. Y a él debo este nuevo y fructífero contacto que agradezco y cultivo.

Más que suficiente material para crear expectativas, para querer adentrarse en ese universo de palabras, ardides y movimientos, gestionando la vida, desde los ángulos del barro, el color o la leche, en dirección a un decir que, como la arcilla, edifique recipientes para dar de beber.

Y tal vez por eso me ha sorprendido tanto el libro (Lidia Barugel, Contrapalabra. Buenos Aires, Gran Aldea Editores, 2010), que recién hace travesía desde el sur hasta la atarraya de un mar que no cesa, si es que así puede llamarse esa llamarada, ese dibujo que se deshoja mientras la palabra, vuelta contrapalabra, se vierte sobre la nada, aún siendo el todo.

Las letras se enredan en la cabellera que Lidia esculpe, señalando la dirección de la grieta, el espacio preciso de la bala y el camino hacia la quietud de aquello a lo que le ha sido arrebatado hasta el viento, que juega a columpiar lo que el sílice de la piedra quiebra sin recato ni misericordia.

Y la palabra le pegó en el pecho
con el estampido certero de un disparo

Asombra como Lidia atrapa la palabra que hiere, hasta desaparecerla entre sus pliegues, sin saber quien acabó con quién. Si la palabra con ella o ella haciendo de la palabra todo menos un abecedario. La imagen se incrusta en el disparo y es ella la que le da la medida del agujero abierto en el centro del pecho, como si fuese un hoyo para sembrarle nidos de pájaros en el corazón.

Y sin embargo Lidia tiene las claves y el misterio, las herramientas y las manos, las que moldean, las que dibujan, las que trabajan la leche hasta convertirla en cuajo y en paladar. Y con tantos escudos ¿cómo pudo esa palabra herirla de una muerte que no le pertenece, porque la ha sobrevivido ya tantas veces?

Una palabra con filo,
brutal como un disparo,
dura como un bala

Lo que conmueve es la sobriedad, lo certero de la palabra cántaro que no puede contener la palabra disparo-piedra, capaz de romper en pedazos el aire de la tarde, y el centro mismo que anida la memoria.

Una palabra trueno, palabra con filo, capaz de acabar con todas las palabras que construyeron el recuerdo que se anidó en ese mismo pecho que ahora tiene un estilete entre sus diminutas costillas de pájaro, allí donde había hecho nido la congoja.





Una sola palabra. Y no supo esquivarla.

Y si se quebró la memoria y se deshizo la congoja hasta convertirla en un cisne herido, inclinado en el camino, para atrapar la palabra que dejó la herida ¿dejará de ser una amenaza helada, bajo el sol ardiente del camino, si en su trayecto de estocada, su agravio de vidrio, su travesía de astilla se convierte en pájaro vivo agitándose adentro?

La sostuvo en la palma de la mano,
incrédula, perpleja

Del costillar del pájaro nació un nuevo ser alado que descendió hasta donde siempre había anidado la nostalgia, aún palabra, hasta coserse con alambre a su piel, y volverla un pájaro muerto, con su pequeño esqueleto hecho pedazos. Y dice Lidia que quedó perpleja y muda, desabrigada, atónita en el camino, de pie, sola y muda para siempre.

Una palabra tirana y cubierta de borrasca
salvaje y fría adentro de su boca

Y sin embargo es su contrapalabra la que vence la mudez y la soledad, la que rescata la nostalgia, la memoria y la congoja, la que abre y cierra el expediente con el movimiento de las alas de un pájaro, palabra sobre palabra, piedra sobre piedra.

Tendida en vertical se yergue por encima de los alfabetos que fabrican palabras como si fueran balas y reconstruye con su mano de ceramista y escultora un decir que hace el recorrido de ese disparo invisible, capaz de quebrar el costillar de la memoria y el recinto de la nostalgia, sin que nadie lo advierta. Como quien recoge la herida para amolar la piedra, reconstruir el pecho y la memoria, sin otra arma que una contrapalabra que se hace advertencia.

Y sintió un dolor punzante en las costillas,
un pájaro vivo agitándose adentro

Quien recorra sus andamios, habrá conocido para siempre el filo exacto de la palabra que hiere, y tal vez en su interior amordazado y deshabitado de florerías, comprenda alguna vez que la palabra fue hecha para alzar vuelo como los pájaros, para ser guijarro en el río, suspiro y caricia en el viento. Nombre de la ternura de la que fuimos hechos y que hemos sustituido por la palabra muerte. Por eso el vuelo de la cabellera de fuego es la dura travesía de la palabra-disparo al pájaro vivo de la tarde.

Y tragó con un coraje exhausto
esa piedra dura que poco antes había roto
en dos pedazos el aire quieto de la tarde

Porque mientras haya una contrapalabra que se dore al negro sol del silencio, que haga girar la dirección de la bala, que entre sus pequeñas costillas de pájaro grabe la sonoridad de la memoria, que haya cisnes que se traguen las palabras que hieren y las devuelvan al agua convertidas en tormentas de peces,  sobrevivirá la ternura del hombre. Y de su boca comenzarán a brotar alas, de sus manos vasijas para contener el amor y de sus párpados, abiertos como lunas, emergerán cantos, hasta que el aire inquebrantable de la tarde recomience su ronda musical sobre la vida.

mery sananes
17 enero 2011



Publicado en Media Isla
el 15 de enero del 2011

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