Raúl Segnini es un poeta de
aquellos que surgen cada cierto tiempo para dejar testimonio de una palabra
única. Pero como suele ocurrir, cuando la palabra trasciende los ruidos
metálicos de las griterías sordas, lejos de gravitar en los arpegios del
viento, encuentra su hospedaje en el silencio. En ese Otro silencio (Caracas, CPT-UCV, 1996, 98 p.), que se
construye el poeta, y en aquel que se levanta para amurallar los destellos que
se escancian en su interior.
De allí que sus versos sean
casi clandestinos, subrepticios, silentes. Sólo que la terca persistencia de
quienes conocimos la materia exacta de que estaba hecho este poeta, y fuimos
tocados por el ardiente acantilado de su diáspora, regresamos cada octubre de
su encantamiento, a sembrar de nuevo en las especies del corazón, el canto
apesadumbrado de una ternura que sin piedad nos nombra y nos designa en ‘la
abertura herida de la tierra’.
Dejamos aquí otra muestra de
su decir, para festejarlo en este otro octubre de su nacimiento.
TODO POETA
Todo poeta ha tenido un remanso de agua luna
en el solar de la vecina y un naciente
entre la montaña.
Ha comenzado un pozo solitario y
embrujado
en los juncos suaves de su ambiente al
frente del paraíso.
Todo poeta ha tenido su capilla
escondida
y ha pedido lumbre para la oscuridad.
Vela para su mano y diosas desnudas en
el capillar.
Rezos para que no llueva y manto tibio
para la piel.
Ha pedido regazo para su grieta y
abandono para la pena.
Ha tenido aguamanil para sus manos
y rostros alucinados para el martirio.
Ha tenido muerte en el cementerio y
vida muerte en el disparo.
Todo poeta ha tenido enredaderas de
cundeamor en el monte
y alas rompiendo linderos no
construidos.
Ha tenido alfabetos para atrapar
arcoiris en la tarde
y agua lluvia cerca del sol.
Todo poeta busca su rostro en el rastro
de la mujer deseada
Y pensamientos guardados en la pimpina
de los abuelos,
tinajero viejo en la esquina de su casa
y un helecho fresco donde existieron
esporas
silenciosas.
A final, todo poeta tiene una palabra
disparada hacia la piel sin fronteras,
y ha gritado llanto con lágrimas que
han de secar.
EL OTRO SILENCIO
Caracas, CPT-CEHA-UCV, 1996.
Este
veintisiete de octubre cumple años de poesía, ternura y amor, Raúl Segnini. Aunque se haya escapado entre los espacios
poblados de silencio que él mismo construyó desde su rostro melancólico de
niño, su abrazo perdura entre nosotros y lo seguimos festejando y celebrando
como si estuviera aquí enarbolando sus auroras, replegando su sonrisa,
esparciendo lecciones permanentes de vida.
Un 1º de
febrero de 1998, ascendió hacia los alfabetos que atrapan los arcoiris, para
cumplir sus deberes de ternura en los acantilados de las nubes. Pero regresa
cada octubre y nosotros lo esperamos alegres, para que nos cuente sus travesías
y andanzas, sus hallazgos y amores, y hasta que no llenamos nuestras alforjas
otra vez de su mirar de neblina, su estatura de páramo y su enamorada
asimetría, no lo dejamos ir. Con sus
palabras hacemos una honda que dispara polen de azahares al porvenir.
Raúl nació en
Maracay, (Estado Aragua, Venezuela) en 1940, a las puertas del Barrio El Carmen, pero un buen día la aventura lo
llevó desde los valles de caña dulce hasta los páramos merideños, a desgajar su
pasión pòr ser maestro, educador , fiel a la fuerza de la palabra como
forjadora de conciencia, voluntades, compromisos con la vida y la sociedad.
Corrían los años del enfrentamiento violento de la década de los sesenta. El
poeta se graduó en 1966 y los rituales académicos lo llevaron a hacer
estudios de postgrado en los Estados Unidos. Su corazón de niño le vino a
estallar en esas tierras para ser conducido a los corredores blancos de un
hospital ascéptico, que le rasgó el pecho para injertarle plásticos y
catéteres.
Regresó armado de una ciencia
sobre la que cada vez se preguntaba más y un título de doctor que jamás
utilizó. Volvió a sus predios andinos a hacer residencia en San Cristóbal. En
el nucleo de la ULA prosigue su
andar como docente, investigador y poeta de la vida que no de libros. Llegó a
ocupar el vice-rectorado academico, empeñado como estaba en hacer del espacio
universitario un lugar para la creación de ideas y la formación del individuo.
Su vivir fue de
un silencio de palabra, pero no de los signos que siguieron deletreando versos
en todos los instantes de su difícil vivir. Por eso el trabajo para
reunir su poesía fue laborioso. Más una respuesta a la insistencia que otra
cosa. Nos empeñamos en esta tarea porque queríamos que antes que su corazón
fatigado dejara de saludar el silencio, pudiera tener en sus manos y exhibir a
la vida su mensaje de y la magnífica existencia.
De tiempo en
tiempo nos entregaba ‘otro papel’, como llamaba a sus poemas. Un día dijo,
terminantemente que ya estaba cansado de buscar y que con eso era suficiente.
Sabíamos que habían quedado prendidas de anaqueles, olvidadas palabras del
silencio que no podríamos rescatar. Por eso aceptamos su decisión y procedimos
a publicar el libro.
El otro silencio salió de la
imprenta en julio de 1996. Un poeta de un solo libro, que deja para la
trascendencia abordajes asombrosos, enlaces inéditos, composiciones de
sustantivos con tenacidad y fuerza de verbos. Para ese tiempo, Raúl, por
paradojas de la vida, estaba de senador de la república por el Estado Táchira.
Unos amigos de la Causa R le pidieron
que les permitieran ponerlo en la lista de candidatos con el objeto de llenar
una formalidad. Para sorpresa de todos, el silencioso poeta se convirtió en
silencioso senador. Fue a aquel circo a vivir una experiencia única. A observar
–nos decía- la miseria política en su más alta expresión. Un día dejó la
bancada para recluirse en su casa de San Cristóbal. Su corazón no daba más y
abría cauces hacia el silencio definitivo.
El 31 de enero
se refugió en los territorios donde no llegan las señales de sonidos ni de
signos. Se marchó de la misma manera silenciosa como había vivido. Pero
quedaron sembradas sus palabras en el interior de los sentimientos que no se
extinguen y cuyas expresiones escritas se recogieron en su único libro: El otro
silencio. Caracas, CPT/UCV, 1996.
Dice Raúl: “¿El
sacrificio valoró la pena para ritual de cantos? No sé. Estoy hecho para las
noches, para la soledad de mis cosas y para seguir rompiendo mi nuevo ritual
descendiendo en el calendario oficial de mis trampas. ¿Habrá cálculos en los 20
años fabricando mis ritos con sus nombres no llamados? Posiblemente: cuatro
ritos mágicos están amarrados a la furia y a un sueño ligado a mis palabras
como santuarios. Toda palabra tiene la muerte en la vida, toda fuga y
contrafuga esconde la historia. En mis palabras está zozobrando la vida.” Y
allí está la razón de su silencio que él convirtió, a través del santuario de
sus ritos, en un canto donde zozobra la muerte.
Ese día de
febrero en que nos tocó sembrarlo en los confines de su silencio mayor,
dijimos: “Vinimos a enhebrarnos en tu ternura de niño para viajar contigo a los
parajes donde un imán de rosas tiñe el crepúsculo de telarañas de oro, donde se
dibuja la franja de duraznos en amarillo, y la luz trigal de una mañana eterna
se abre como un pétalo de amor para recibirte.
Vinimos a nutrirnos del río
vital de tu silencio, para reconstruir las palabras donde vivirás para siempre,
asomado al paisaje de un tablero hecho de hierbas, por donde galopan caballos
sin jaque ni rey. Vinimos a sorber como gajitos de mandarina, esa estela de
sueños que dejaste esparcidos por los corredores del alma, como una ofrenda a
la vida. Vinimos a contar tu historia como una fábula que se queda grabada en
la sonrisa de un niño, donde no hubo episodios heroicos, ni grandes batallas,
sino el trayecto de una hazaña poética que, como una pirámide invertida, trazó
la pauta del sufrimiento como un pozo sin rocío, un pozo sin silencio, un pozo
de corazón reventado, para luego dispararse como una saeta en dirección a la
luz.
Estamos en
deuda con Raúl. Pero no para reconocimientos oficiales, sino con la lección de
ternura, el alborozo de adverbios, el hondo sentido de ese silencio, que se
desliza entre los versos, como fraguando cada palabra, para que se instale en
el corazón del hombre, como un alfabeto para atrapar arcoiris en las tardes.
Un pájaro ubica su casa en lo frondoso y profundo de un bosque. Desde allí su vida está regida por la ley de las estaciones, por la fuerza de la lluvia, por la estructura de las ramas, por la dimensión de los nidos.
Sabe y conoce su oficio de encantador del viento. Y lo cumple a cabalidad, sacando a relucir para ello toda la maestría de su ingenieria de vuelo y toda la eternidad que se acuna en su breve paso por la tierra.
¿Será por eso que canta?
En la línea sencilla de su existencia guarda la clave de todos los misterios y el mágico enjambre de la vida, que se potencia y fructifica en la resolución de todo aquello en lo que seguirá siendo pájaro, como quisiéramos nosotros, alguna vez, ser hombres.
Y esa es la alegría: la del pajaro en lo frondoso y profundo del bosque, que es y sigue siendo pájaro.
En el recinto de mis párpados no alcanzó la penumbra a ennochecer tu fulgor la tierra no quiso derramar sobre ti sus nocturnidades y seguiste imperturbable ataviada de luz hasta convertirte de pronto en diminuto sol en la estación de piscis
Esta carta se la escribimos a Mateo Manaure hace 13 años. Y, como cualquiera de las muchas que le hemos enviado, tiene plena vigencia en este octubre, en el cual solemos festejar y celebrar la fecha de su nacimiento y la dimensión porvenirista de su obra. En este hoy, que parece más bien un ayer, los obstáculos son mayores, los laberintos se han multiplicado, la orfandad crece como la hiedra. Y en los largos corredores de un tiempo, que hemos suspendido en el territorio de las zozobras, los trabajos de Mateo Manaure, son una encandilada estación de sueños. Y ante este silencio devastador, tomado por la iracundia y el desparpajo, por el grito opaco y la querella inútil, asomarse a sus lienzos es una larga y honda travesía por la majestad de la tierra, la fragilidad de los ríos, la sonoridad de las chicharras y el rostro amoroso del hombre que construye un tiempo eterno en la brevedad de su canto. Y por ello en cada octubre invitamos a hacer el recorrido por ese recinto de estrellas, ese ritual de ilusiones, que aguarda impaciente por la alegría rescatada del hombre. ms Mateo
El tiempo suele siempre hacer de las suyas. Nos roba los días, las semanas, los meses. Nos coloca obstáculos en el camino, nos señala prisas y precisa de nosotros un hacer cotidiano, permanente, incesante, que nos hace transeúntes de un itinerario que se convierte en un inmenso laberinto. En él entramos y a veces sus largos corredores nos llevan y traen a las orillas de sueños inconclusos, o al devastado ínterin de certezas que son como un reto. En verdad nunca cesamos en nuestro empeño aventurero y muchos menos en el cultivo de los afectos que se tejen en los engranajes de la ilusión.
Por eso, Mateo, no hemos regresado a tus sitios a seguir la conversa que comenzamos hace mucho. Desde la primera vez que nos asomamos a unos de tus lienzos, como si en ellos cupiera toda la dimensión del tiempo. Un tiempo que se vuelve color, línea difusa que recorre la geografía de todos los paisajes, que se detiene geométricamente para luego transmutarse en río, en pasto, en un arrebol infinito de luz.
Por ese don que la tierra te otorgó, que tú trabajaste con la pasión del alfarero, para aglutinarla hasta devolverla al hombre hecha amasijo de nutrientes, pastizal de soles, pincelada de un tiempo en movimiento que se detiene en el infinito de una tela, lograste el milagro de hacerte eterno. Mediante ese acto de magia y creación, que tiene sabor a vida derramada, a sacrificio empeñado, a tenacidad inalterable, has entregado a la humanidad un tesoro que aguarda su tiempo de estallar en sus más hondos y profundos significados.
Apenas la fiesta del color, el trazo de la línea, la textura del material, ha sorprendido los ojos. Pero cuánta palabra-pastel, testimonio-óleo, expediente-lienzo, falta por aprehender. Tu voz de hombre enamorado de la vida, tu gramática de combatiente por la causa de la humanidad, tu párrafo-semillero de ideas inéditas, argumentos contundentes aún no ha alcanzado los confines del viento.
Mateo, tú te sales siempre de las galerías, de los corredores donde fijan tus cuadros, de los espacios donde se estacionan tus murales. Te vas a la vastedad de los cielos abiertos y al interior del corazón del hombre, con una explosión de sentimientos que van desde el abecedario de la tierra hasta los nacimientos de los ríos que descienden sobre los paisajes con su equipaje de cristales maravillosos y guijarros de rocío, describiendo geometrías de naranja-atardecer y de verdes-mediodías, que toman por asalto el ocre-arcilla de los adobes con los que el hombre mañana construirá su casa de agua.
Para reconocerte hay que despojarse de los artificios eruditos de los conocedores de oficio y del grafito que recoge los adjetivos de las reseñas que hablan de las parcelas del arte. Hay que verte con el corazón, para que fluya como un torrente sanguíneo tu mensaje de sueños, tu testimonio de amor, tu labor artesana con la que absorbes los paisajes para devolverlos palabras de colores, papagayos encendidos, veleros que surcan deltas, hondonadas y valles donde el hombre recobra su dimensión de asombro, de ternura y de rebeldía.
Por eso, Mateo, para asomarnos a tu universo centelleante, tenemos que hacerlo desde el territorio donde la vida tiene su reino. No desde los lugares amurallados donde se concentra la inhumanidad de un hombre que aún no alcanza su dimensión de creador, de mago de la alegría.
Algún día se acallarán las máquinas de muerte, dejarán de esparcirse las telas que sólo sirven para amortajar, se cerrarán los agujeros abiertos para recibir sepulturas. Entonces se desplegarán tus lienzos con la fuerza del viento. Mientras, tus obras tienen la magia de situarnos frente a lo que podremos ser. Y en ese lugar se reconstruye la esperanza, se hace expedita la alegría, se anuncia el porvenir.
Por eso hoy, que es día de tu cumpleaños, celebramos tu cosecha de crepúsculos, tu aluvión de texturas, tu testimonio de brasas, porque en el diminuto espacio de la vida que nos toca, todavía podemos desplegar el arte del abrazo, el vendaval de la risa, el troquel de la palabra que se engasta en los atardeceres para dibujarte un homenaje de lluvia.
Del tremor de estas horas queda un mapa escrito en las cuerdas de una mandolina insomne un naufragio erguido sobre el mástil de un acorazado hecho de alas de mariposas y un itinerario incesante en las aspas de los molinos que toman por asalto el aire hasta llevarlo a la condición de polvo enamorado y vasija insoslayable de ternura que se vierten silenciosamente en las agigantías de las hojas e n tiempo de retoño