para enrique mata
el día en que miriam
levantó vuelo como
las hojas de otoño
para resembrar su amor
en los arenales
subterráneos del cielo
Hermano del alma
La vida es una difícil travesía. No hay caminos rectos, ni aposentos en los que alguna vez un vendaval no trastoque el sosiego de su hospedaje. Cada día es una larga batalla hacia ese territorio donde albergamos los sueños que nos entregaron al principio de todo, inscritos en nuestro ADN. Y que sólo alzaron su vuelo en un horizonte cercado.
Y sin embargo, nuestra fue la decisión de erguirnos más allá de los claustros cerrados, para descubrir perplejos que aún podíamos descubrir la trayectoria de un tiempo por inventar. Un recinto sin siniestros. Una aurora sólo visible a nuestros ojos de mirar claridades donde sólo sobreviven soterrados los precipicios.
Y sembramos rosaledas en medio de eriales. Cosechamos frutos en árboles sin raíces. Y encendimos fogones en los linderos de las tempestades.
Abrimos el corazón a los afectos en campos minados. Y edificamos espacios desde donde atrapar el alba en el instante de un parpadeo.
Y advertimos entonces que estábamos vivos más allá de toda muerte. Que ante la indiferencia de los otros nosotros tejíamos sonrisas en las líneas de un ferrocarril inmóvil. Y que nada había podido detener la certeza de los estremecimientos, cuando el ojo rozaba el azul de una ilusión envuelta en una atarraya.
Y todo eso quiere decir, Enrique, que hemos vivido. Que el amor nos entregó sus secretos y sus vigilias. Bordó en el aire los suspiros de nuestra alegría. Y que nada fue en vano. Que fuimos una vasija desbordada, un río crecido, un florecer de murmullos.
Y que cuando los afectos se enhebran hasta en la respiración, nada desaparece. Así los sentimos a Miriam y a ti. Fuiste bajel y ella lontananza. Tú el viñedo y ella la copa. Tú el equipaje y ella la exhalación.
Y esta noche, cuando ella descarga en la nada el peso de los dolores y las penas, cuando se interna en el silencio reverente de los enamorados, partiendo sin partir, llevándose tu ofrenda y dejándote su lumbre, te toca a ti, Enrique, entregarle para su viaje el pañuelo que enjuga todas tus lágrimas, para que con ellas pueda Miriam hacer su navegación hacia el infinito del siempre.
Y tú logres restablecer la exacta medida de lo vivido, como tu equipaje frugal para lo que has de vivir, en su nombre y en el tuyo, en nombre de la alegría rescatada en el redil de los ojos, en los engranajes del alma, en la geografía de la piel, en el bosque de los besos.
Bendecidos hemos sido, Enrique, que pudimos edificar en un tiempo de destrucción. Que pudimos conservar intacta la inocencia en un paisaje árido y reseco. Que fue y es nuestro el raro oficio de acceder a los sentimientos en medio del mapa de los odios.
Mira, Enrique, qué dones nos ha otorgado y otorga la vida. Y en nombre de esa alegría, llévatela contigo, cosida a los pliegues de tu camisa, en las hebras de tus cabellos, en el trote de tus pasos, a que vea a través de tus pupilas, los bosques de un tiempo porvenir.
Nosotros te acompañamos, como siempre, con el encargo que Miriam nos deja de que no cerrarás las huellas de lo conquistado, que perdurará en ti la sonrisa que ambos moldearon con astillas de miel y aromas de azahar, para que ella pueda acceder a su transfiguración, con el sosiego de tu persistencia y la presencia inalterable de tu abrazo.
Muuuuucho
mery
20 de octubre del 2015
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