Hijo
Siete del siete irrumpiste en un verano de inviernos,
sobre colinas embriagadas de agua dulce y cosechas tiernas. Te aguardaba como a
quien no le habría de caber entre sus manos el asombro de la vida. Y llegaste como
un torbellino de risas sobre un huerto sembrado de hojas de páramo y frailejón.
Y desde entonces hasta hoy has sido la nube que se
posa sobre la fugacidad de una estrella. La arteria vital de un río que a ratos
se desborda. El solar de los rosales que tu madre vigila para que no le falte
jamás su aroma a los días.
Cómo describirte, hijo, lo que fue y sigue siendo
nuestro tiempo juntos. Aún no sé quién enseñaba y quién aprendía. Nos
encontrábamos siempre en ese punto que conjugaba las preguntas y las
respuestas, como un camino que había que ascender. Tú querías comerte el mundo
y yo alimentaba mis saberes con tus desconciertos.
Girábamos en torno a un leño encendido o a la cazuela
de arcilla en la que tu madre preparaba aquel caldo de leche y queso en el cual
danzaban los granos de maíz y los gajitos de arepa de trigo. Y cómo nos
gustaba, hijo, asomarnos a aquel balcón de la casa de la abuela Victoria desde la cual
divisábamos la noche atravesada de constelaciones y cocuyos.
Y ahora que habito aldeas siderales y que puedo
mirarte desde el cobijo de una tempestad o un rayo atado a la cola de un
cometa, he podido ver cómo crecen esos ojos que tu abuela Luna me entregó para
que yo los depositara en el anclaje de tus sueños.
Y convertidos ahora en centinelas de las galaxias cada
día lo iniciamos con ese abrazo que precedía las horas de escuela, o el que
reparábamos, con herramientas de luz, al encontrarnos en los mediodías, aún resplandecientes
de noche.
Sé que son muchas las cosas que tenemos por contarnos.
Y que en este tiempo de estar alejado de esa vereda que conduce al río o a la
montaña, te estás formando en ese código de vida que hicimos nuestro aún antes
de nacer. Lo decía siempre tu abuelo Isaac: siempre más alto con justicia y
humanidad. Y una balanza sin contrapeso, una escalera tocando los destellos
lunares y un corazón hecho de pomarrosas.
Viniste hijo a dejar tus propias huellas sobre las que
no pude culminar. Y hoy cuando alcanzas edad de equinoccio, trayecto de
montaña, estación creciente de la vida, yo te traigo ese canto que se me quedó
dormido en la garganta, un racimo de luceros y un recinto donde aposentar los
sueños.
Te traigo la algarabía de los días de campanario y las
piedras de cuarzo. Y bajo la almohada una carta escrita con hilos de fósforo. En
ella encontrarás todo los te quiero que voy guardando para plantarlos como
farolitos que hagan relumbrar cada uno de tus pasos.
Estaré contigo, como siempre lo he estado. Y juntos
jugaremos a encender las velas de esa torta que tu tía siempre pide que no
falte para celebrar la fiesta de tu andar.
Y nos reiremos juntos, como siempre, en la esquina de
algún cuento, a orillas de una canción que no me he aprendido y en los confines
de los afanes de tu madre en cuyo regazo florecieron tus alas.
No olvides nunca, hijo, que estoy siempre a tu lado.
Que basta que gires para encontrarme. Te quiero y te abrazo.
Tu padre
en este 07 de julio del 2016
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