RITUAL DE RISA Y MEMORIA
Carta a mi hermano
He tenido por
costumbre cada siete de noviembre entregarte una carta que nunca requirió de
sobres, tarjetas o de papeles doblados. La escribía durante todo año y al llegar
a esa fecha ya venía cargada de todos los recados. Sólo bastaba abrirla y de
sus pliegues imaginarios brotaban todas las historias acumuladas, los desvelos,
las dificultades, las angustias, lo perdido y lo por encontrar y hasta los
silencios.
Y cuando la
colocábamos sobre la mesa, vaciada ya de sus penas, comenzaba a destilar un
aroma de naranjos, un sabor a dulce de guayaba, aún pegado en el caldero, y en
el aire aparecía resonando un acorde de violines y un vibrar de aquellos cantos
que guarecías en tus ojales.
Y la risa y la memoria
hacían los demás. Nos remontábamos hasta las orillas de una infancia que quedó
interrumpida, a los viajes que apenas al tocar algún puerto, emprendían de
nuevo su regreso. A la fragilidad de un tiempo sin raíces. Tal vez por eso recordábamos
los caminos y no los destinos. Y nos quedábamos con ese sentimiento de no
pertenecer a recinto alguno.
Pero en esas horas reinventábamos
el universo, rehacíamos los días, recogíamos los fragmentos de risas y delirios
y hacíamos con ellos un itinerario de sueños. Poco nos importaba que al
siguiente noviembre tuviéramos de nuevo que volver a construir, con la hoja imaginaria, un barquito de papel, que lanzaríamos al estanque de algún
parque para que alcanzara en su marcha alguna vertiente de agua que lo llevara
a la mar.
Era para nosotros un
ritual hacer y deshacer porque teníamos la certeza de que lo único que no se
habría de fracturar era ese sentir de alojamiento en el cual siempre nos
cobijábamos, mientras tú inventabas alguna nueva receta en el fogón, o te
disparabas alguna canción que yo guardaba siempre celosamente en los bolsillos
del alma.
Un buen día se
detuvieron los noviembres. Te fugaste sin aviso hacia las montañas, y me
dejaste un desconsuelo que aún descose mis horas. Y se me queda el pastel sin
hacer, las velitas sin encender y la algarabía de regalarnos otro año más se
nos fue de la mano como un cometa que no se hubiésemos sabido sostener.
Y abro la carta y de
ella todavía se derraman memorias y cantos, pero le falta la risa que tú le
colocabas cuando al recordar nos remontábamos a aquellas calles estrechas y sin
embargo arboladas, en las cuales halábamos con toda destreza un diminuto
carrito de madera que había aprendido a volar.
Y me pongo a pensar si
en ese mismo carrito no podré yo volar hacia tus montañas para entregarte este
día, como siempre, la carta que compartimos, y llenarla de masa de torta sin
hornear, y poder contarte lo que ha crecido George Henrique, sus logros y victorias,
su empeño por estar a la altura de tus consejos y los de su madre, su decisión
de formarse como tú lo enseñaste.
Y a cambio tú podrías hablarme
de los silencios de esas colinas, del sonido del agua subterránea en su camino
hacia los ríos, de la migración de insectos y los vergeles florecidos. Yo te llevaré
una manta tejida por si hace frío. Y tú me tenderás un pañuelo bordado de
hierbas para yo guarecer en él las lágrimas que voy dejando a mi paso.
Y cerraremos el ciclo
para comenzarlo de nuevo hasta el próximo noviembre. Prometo irte guardando los
cantos de los pájaros que vienen a visitarme, el calendario lunar que cada día
voy recogiendo mientras busco en sus estaciones las claves de todas las ausencias y las sonrisas que
George deja regadas a su paso. Yo me traeré tu abrazo y el recuento de todas
las palabras recogidas para que nunca me falte una razón para reír o soñar.
Muuuuucho que te quiero.
07 de noviembre del 2016
mery sananes
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