CARTA DE ABRIL A MI MADRE
Ramón Santaella Yegre
Una vez más, como todos los años, Ramón Santaella, el
hermano y amigo, el geógrafo de profesión y poeta en esencia, escribe su carta a
la madre. Tal vez sea el mes de abril, que siempre viene mojado de lluvias, el
espíritu de la madre, alborotando los aleros, y la memoria del hijo hurgando en los charcos su tiempo niño, que aún lo encuentra mirando llover, con ganas de
salir a comerse las gotas como si fuesen golosinas.
Este año su carta está llena de la canción del agua y los
regaños de la madre que jamás lograron detenerlos a salir a escondidas a bañarse
en el aguacero y dibujarle maromas a los pozos. Y tiene su carta una cadencia
de acordes amorosos, que conmueven el alma.
El poeta Ramón siempre nos ha acostumbrado a esa poesía
que subyace a todo lo que dice y lo que hace, aún en los tratados de geografía.
Pero a la hora de escribirle a la madre la memoria se convierte en verso, el
abrazo en una sonata y el amor en un río de luz que junta a los mundos
visibles e invisibles, en ese lazo que jamás se borra o extingue.
Invitamos a leerla. En sus párrafos se encontrarán a sí
mismos, jugando a ser la guitarra que el viento y la brisa hace sonar sobre los
torrentes de gotas de las lluvias de abril. ms
Maracay, 24 de abril de 2017
Señora
María Remigia de Santaella
Rincón más bello del firmamento
Presente:
Ante
todo, nuestra bendición para ti y papá; saludos cordiales para el resto de la
familia que los acompañan, amigos y conocidos; hoy cumples 9 años de tu partida
hacia el infinito y aún permaneces a nuestro lado no solo en recuerdos,
cuestión solo explicable en el indeterminado espacio residencial de los espíritus,
no obstante, haber negado información de tu cotidianidad, más allá de auto-convencernos
de que en cualquier instante habrá de ocurrir.
En la última de nuestras
cartas enviadas, 1 de Octubre 2016, te pedimos disculpas por haber pensado
tarde tu cumpleaños terrenal 107, pero, en esta oportunidad, noveno cumpleaños
celestial, te hemos pensado con bastante anticipación, podemos decir, desde la
madrugada del día 11 del mismo mes referenciado; en tal oportunidad como ha
ocurrido ocasionalmente, 4 am, nos asomamos a la ventana del cuarto y allí, ante
nosotros, más “cerca” que lejos, según imaginario, el lucero guardián del alba, “mismo” color,
firme en el “mismo” lugar acostumbrado, ocultándose a ratos entre las nubes,
nos observaba como si su oficio fuese custodiar cuerpos adormecidos en busca de
sueños y propósitos desconocidos.
Allí estaba como soldado de
guardia real, como si fuese comisionado especial del tiempo de las edades, vigilante
de cotidianidades tempranas; allí como cuando éramos niños y tú, cubierta de estrellas
como mandona cuidabas celosamente de tus hijos.
¡Cómo te recordamos vieja!, ¡No
sabes cómo ni cuánto! Bueno, para ser sinceros, hacemos lo mismo con cada uno
de los nuestros y casi lo mismo, con cada residente celestial que estuviese presente
en nuestra existencia.
Aquella
madrugada del 11 de Octubre referido, te recordamos mucho y no sabríamos
decirte la razón de ello pero, durante buen rato estuvimos en diálogo con aquel
lucero, y el motivo principal fuiste tú; el aire fresco madrugador dictaba
pausas, ¡tú sabes!, algo parecido a cuanto ocurría en nuestra infancia y guardamos
en la memoria.
¿Cómo no recordar aquellos
cuidados de excesivo celo materno, polluelos o cachorros cobijados bajo tu
manto de esperanza?
Aquellos tiempos de amaneceres
lluviosos, cuando apoyados en el pretil de la ventana, nos peleábamos el mejor
lugar para contemplar el suave caer de la lluvia sobre el estrecho pavimento de
la acera en rampa cobijada en sombras de los techos viejos como rotos algunos
en la extensa enramada de increíbles amoríos infantiles.
Andantes refugiándose bajo su propia
ira, sinfonía de celos infundados o diluidos en el charco ocasional del espacio-momento.
¡Vieja! ¡Son tantos los
recuerdos infantiles! y aun pretendo el encuentro con la fuerza del viento en su acostumbrada danza en
la agitada lluvia que choca contra la ventana, donde destripadas narices observaron
golondrinas atrapando comejenes alados o celebrando su apareo impuesto por el
instinto y los deseos.
Un imaginario silencio
abarrota los ayeres y te recuerdo como velero solitario, del cual me apropio
cuando veo tu retrato, tus ojos apagados por el tiempo y tu profunda mirada de
interrogación constante.
Aquella madrugada de Octubre,
el lucero guardián y yo hablamos de ti porque descubrimos el mismo amor por la lluvia
serena, la que no genera angustias en la mujer del rancho donde cobija retoños sin
inundaciones; coincidimos en bañarnos bajo aleros de aquellos inolvidables
techos rotos, contando con tu permiso, después de rogarte y prometer el cumplimiento
de tus órdenes o, corriendo el riesgo de ser castigados, salíamos a escondidas
saltando por cualquiera de las ventanas para encontrarnos con la lluvia.
El deseo o amor infantil por
la lluvia no entendía de castigos, era más fuerte la atracción mágica de su
esencia y en ella, tu voz de mando se apagaba y cometía el pecado que luego
habría de pagar complacido por la hazaña.
Nunca conversamos de intimidades
con la lluvia porque el encuentro era bajo sus aguas; simplemente, éramos niños,
no sabíamos de amores y preferíamos el extravío de nuestras querencias en cada
barco de papel sobre sus olas; todo era más fuerte que tus negativas por
aquellos encuentros; entonces, el momento se traducía en llanto y recostado sobre
el pretil de la ventana evitábamos el encuentro de tu mirada acusadora, tal
vez, mientras el arcoíris asomaba por momentos para fundirse en aguas, cuando tijeretas
empapadas en su intento por atrapar comejenes alados, disfrutaban la ocasión.
No tienes
idea de cuánto padecimos por solo tener que contemplar la lluvia a través de
las ventanas, mientras su magia fracturaba tus mandatos y cuando salías a
buscarnos, más allá del castigo recibido, nos gustaba contemplarte mojada como
estábamos; entonces, disfrutábamos tu frondosa cabellera en aguas como uno
cualquiera de los saltos en el impresionante río Aponwao de la Gran Sabana.
Ahora,
pasados los años has de constatar que nunca evitaste nuestra relación con la
lluvia, no sirvieron de mucho los castigos más allá de las buenas intenciones
perseguidas; ni siquiera lo ha podido lograr el tiempo de las edades.
Ahora, con el transcurso de
los tiempos, la madrugada con su lucero me hablan de ti y de ella.
¡Vieja!,
son muchos los años pasados, la lluvia y tú copan mis recuerdos. Feliz cumpleaños celestial, bendícenos como lo
hacemos a diario contigo. RSY.
fotos / mery sananes
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