¡QUE LA MUERTE ESPERE
HASTA QUE LA LLAMEMOS!
mery sananes
Aún en el instante supremo
de la muerte, yo quisiera sonreír.
Pío Tamayo
Mi queridísimo Héctor
Tal vez sería más fácil no responder tu escrito. Pero
nunca hemos elegido ese camino ni lo haremos ahora, cuando –como dices- ya le
faltan estrellas al cielo, luz a los ojos, movimiento a las extremidades, vida
a un planeta devastado y hay un dolor que se nos clava en el costado como el
filo de un cuchillo enastado en el corazón.
Y me detengo en esta afirmación: “Creo que la vida me
ha dado poco; no hablo de riquezas, sino de la vida feliz.” Héctor, hermano de alma
y canción: ¿cuándo la vida de lo que se conoce como humanidad ha estado unida a
la felicidad? El mundo que conocemos no nos entregó ese manjar.
Las alegrías nos las inventamos y seguimos inventando
nosotros, auscultando la muerte que se derrama continuada, despedazada toda
ternura por el odio.
Y de esas fibras estás hecho. Envejece el cuerpo, adquirimos
enfermedades curables e incurables, quedamos lacerados de dolores de todas las
formas, y sin embargo, Héctor, nunca hubo un día que desistiéramos de
levantarnos a mirar el sol, a soñar que detrás del ruido sordo de la metralla, hay
un niño a quien no se le quebró su sonrisa.
Y sí, poeta aciertas plenamente cuando insistes en tu
convencimiento de que la vida humana, en todas partes, es un estado que tiene
más de sufrimiento que de dicha. Nada que
nos asombre ni nos sorprenda. No hemos visto cristalizar la dicha colectiva en
parte alguna.
Sólo conocemos las ráfagas fugaces, el estallido de un hilo
de fuego en medio de la penumbra. Como asomarse a la catedral de luz que guarda
en su interior la flor de baile, que se le entrega sólo a quien por esos breves
instantes se asoma a ver su florecer.
¿A qué dicha podíamos aspirar si todo a nuestro derredor es
una condena permanente en odio mayor y destrozo de amores? ¿Y no es con este material, Héctor, con lo que
has trabajado siempre, desmenuzando la miseria, recapitulando las ganancias,
clasificando los niveles de explotación, contemplando al hombre morar, sin que aún
le hayan atravesado la cabeza con un disparo?
Si alguien puede entender la tristeza del mundo y la
personal, la que se anida en las noches insomnes, eres tú. Sembrabas vida en
tus clases, en los libros que escribiste, en los poemas que dibujaste sobre
cuartillas de papel aún no recuperadas.
Y me detengo en otro de tus decires: “Estas líneas surgen
de una necesidad personal que grita la búsqueda de un trago que pudiera
consolarme y mitigar los dolores de la vejez, los de la pérdida de seres
queridos y esos que azotan por la lucha, sin fortuna, contra una maligna
enfermedad.”
¿Y quién alguna vez nos ha consolado Héctor? Si hasta donde
recuerdo nosotros hemos sido los consoladores por excelencia. ¿Cuándo tuvimos
donde apoyarnos sin que esa viga se quebrara y nos dejara sin respiración?
No tengo memoria de eso Héctor. Envejecer es además la
posibilidad de haber vivido mucho más que tantos que ni siquiera llegaron a
abrir los ojos a un creciente de luna.
Un trago jamás es un consuelo. Y yo, en particular, Héctor,
hermano, no te ofrezco consuelo, te ofrezco compañía, y ese amor que nos ha
juntado desde que nos conocemos. ¿Y para qué vas a querer tú que te consuelen?
¿Qué es el consuelo sino ese instante en que alguien se
asoma a adornarnos el dolor con una palabra que conocemos de sobra? No, Héctor
amigo del alma, no. De amor requerimos, no de consuelo.
Y continúas afirmando: “Envejecer es más difícil que morir,
por la razón de que renunciar de una vez y en conjunto a una vida que vive con
poca esperanza, cuesta menos que un largo adiós. Soportar la propia decadencia
y aceptar la segregación es un trance más amargo que desafiar la muerte. Hay
una aureola en la muerte muy dulce, y solo hay una larga tristeza en la
caducidad creciente. La madurez del alma no vale nada en esta tierra de gases
lacrimógenos. Sin derechos humanos.”
Y con tu permiso, Héctor, voy a citarte a un poeta que conoces
mucho, Vladimir Maicovski, en un poema que le dedica a Serguei Esenin. “En esta
vida / morir es cosa fácil./ Hacer vida / es mucho más difícil.”
¿Y cuándo ha sido fácil? Envejecer Héctor es un atributo del
que disponen hasta las flores. Y jamás, al arrugarse sus pétalos, la rosa
pierde la esperanza de renacer en otra rama. Hay una belleza en ese
oscurecimiento de su piel, en ese desprendimiento de sus hojas, que hace
suspirar más que cuando está en la plenitud de su belleza.
Cuando a uno se le atrofia un sentido los otros se
multiplican. Cuando uno ya no puede correr, descubre lo que nunca vimos al
andar siempre apresurados hacia destinos que no eran los nuestros. Caminar con
una andadera, es casi volver a aquella estación en la que éramos niños y nos
parábamos en cada esquina a buscar una flor que llevarla a la madre que nos
aguardaba.
¿Lo has pensado así alguna vez? Decadente es aquel joven
que sólo sabe acumular tantas riquezas como destrozos causa en el hombre que
habita a su costado. Decadente es quien carece de sueños y esperanzas.
Decadente es quien quiere regirlo todo, hasta nuestra muerte.
No, Héctor, tú jamás serás decadente. Sí, puede haber a
veces una aureola en la muerte muy dulce. Pero la madurez del alma no se mide
en su resistencia a las bombas lacrimógenas. Se mide precisamente en vivir en
los tiempos sin derechos humanos, que han sido todos lo que conocemos.
Y citas a Salomón: “Por azar llegamos a la existencia y
luego seremos como si nunca hubiéramos sido. Al apagarse, el cuerpo se volverá
ceniza y el espíritu se desvanecerá como aire inconsistente. Caerá con el
tiempo nuestro nombre en el olvido, nadie se acordará de nuestras obras; pasará
nuestra vida como rastro de nube, se disipará como niebla acosada por el sol y
por su calor vencida. Paso de una sombra es el tiempo que vivimos, no hay
retorno en nuestra muerte, porque se ha puesto el sello y nadie regresa”.
Mi dulce Héctor, me quedo con el Salomón del Cantar de los
Cantares, con ese recorrido por el amor. Porque te pregunto Héctor: ¿acaso
alguna vez lo que hicimos, lo que sacrificamos, las huellas que hubiésemos
podido dejar era para que no nos olvidaran? ¿Para evitar ese paso de una
sombra?
No, mi Héctor. Jamás lo pensamos ni lo hicimos así. Lo
único que queríamos y aún queremos es inscribir nuestro hacer en El Libro de la
Vida. Es decir esa canción anónima y colectiva que se va construyendo con todos
nuestros lamentos y todas nuestras ilusiones.
No hemos buscado escapar al olvido. El olvido es de los
otros. De nosotros la memoria. Y por eso jamás le hemos dado espacio a la
muerte para que se adelantara. Hemos batallado siempre contra ella, aunque nos
tengo sujetos los días y las noches. Y resistirla es celebrar la vida que nos
queda, cualesquiera sean las heridas recibidas.
La medida de tus días, Héctor, y la medida de los días de
cada uno, es una cuenta que trazamos nosotros. Y es nuestra tarea llenarlos de
instantes o derrumbarnos ante ellos, inmóviles. Y eso no es lo que somos,
Héctor, ni lo seremos jamás.
Cada día y cada aventura que nos haya tocado vivir o
estemos viviendo tiene, si se la buscamos, su belleza, aún en medio de los
dolores insostenibles. Y esa alma que allí se agita es una cinta elástica que
se quebrará cuando sea su tiempo.
Y yo también me quedo con los versos de Miguel Hernández:
“Espérate, muerte, espera/espérate a que me muera/cuando te lo pida yo”. Y
nunca la pidas.
Cuando llegue la recibiremos con la misma fortaleza con la
que hemos vivido. Y en el aire se diseminará lo que fuimos y lo que somos, como
un abrevadero de agua dulce y cristalina. Porque así encontrarán nuestro
corazón, por más fatigado que esté.
Héctor eres un ser maravilloso, un amigo de los adentros, un
persistente buscador de la verdad detrás de tanta farsa y mentira. Y tus
huellas están allí para quien quiera recogerlas y resembrarlas en los paisajes
resecos en que se ha convertido esta tierra.
Y sabes mejor que nadie que en este tiempo de complicidades
y corruptelas, de destrozos y masacres, a muy poco les interesa detenerse en
una señal que los refleje como son.
Nuestras labores siguen perteneciendo a los silencios.
Nuestra presencia a las soledades. Pero en ella, Héctor, la vida cobra un tono
violeta que hay que cultivar como una flor. En ese recinto solitario no hay
límites.
Y allí en esos predios, Héctor, toma el papel y revélales a
quienes vendrán después de nosotros, todo el fulgor que tu cuerpo cansado, aún
retiene en las casillas del vivir.
Y los que te queremos, no permitiremos que te gane el
desaliento. Porque es también nuestra la historia que escribes. Y aún vencidos
seguiremos sonriendo. Porque conocimos la alegría y en su nombre hicimos y
hacemos todo lo que hemos podido.
Te entrego mis manos y mi abrazo. La candidez de un verso
niño. La franja del alba que junta la noche con el amanecer en ese poema
cósmico que reinventa el horizonte cada día. Mis ojos de mirar pléyades
cuando solo hay penumbra.
La risa nocturna de los grillos. Las sonatas de los sapitos
en las riberas de la noche. Y la eterna travesía
subterránea de la chicharra para regalarle a las madrugadas el fugaz silbo de
su melodía.
Te entrego todo aquello que no tuvimos y por lo cual las
noches se nos hicieron insomnes, sin que jamás se quebrara en nuestro interior
el espíritu lúdico de las estaciones de la luna.
Caminamos juntos en esos pasos, Héctor. Y levantemos una
copa, para brindar por la vida vivida y para repetirle a la muerte que se
espere hasta que nosotros la pidamos. Mientras, la seguiremos enfrentando, invocando
la ternura y derramando semillitas de amor en los territorios del desahucio.
mery sananes
30 noviembre 2017
fotos de HSM / roberto mata
fotos de HSM / roberto mata
Profesor Héctor con estas palabras tan amorosas y realistas de la poeta, usted tiene que seguir adelante combatiendo y disfrutando cada amanecer un abrazo
ResponderBorrarMery, Hector, Levanto mi copa para brindar por la vida vivida....
ResponderBorrardos abrazos.
Héctor, después de leer las palabras lindas de la poeta bella, no queda mucho o poco por decir; siempre has sido ejemplo de docencia, de tolerancia, honestidad, ética y moral; estás obligado a continuar siendo lo que creímos y creemos eres; hay cosas que no se dicen a menudo pero, fuiste siempre ejemplo a seguir y siempre admiramos tu manera de ser profesional. Te diré algo: cuando oigo a los demás referirse a la vejez, no me siento involucrado, aunque pudiera asumir un gesto de tristeza por ellos, razón por la cual siento orgullo por la mía, contento y satisfacción; me lleno de emoción sincera y logro momentos gratos de alegría porque considero que quienes hablan tan mal o con tristeza de la vejez, no se refieren a la mía y tú amigo e insigne profesor debes sentirte orgulloso de tu vejez y de haber llegado a ella.
ResponderBorrarAunque poco nos hemos frecuentado, siempre he albergado admiración por ti mi querido Hector; esas hermosas palabras hacen brotar vida, al igual que tu has hecho en tu largo recorrido. Un apretado abrazo para ti, y un fraternal beso para Adicea.
ResponderBorrarTomo prestado este canto a la vida, porque la muerte espera. Lo tomo para compartirlo, porque no quiero consuelo, quiero compañia, buena compañia, la mala sobra.
ResponderBorrarTomo prestado este manifiesto de amor porque eso es lo que necesitamos para ser valientes y vivir.
Gracias Prof Silva Michelena por provocar esta respuesta que no acepta dudas sobre la existencia y presencia del amor, la amistad, el respeto y una profunda sabiduria sobre nuestra condicion humana.
Querida Profesora Sananes MIL GRACIAS, Un abrazo inmenso
Se empieza la vida en inconsciencia. Al ir creciendo poco a poco se va encendiendo la luz de la consciencia, se aviva con cada cosa que se aprende pasando por un momento en el que llega el conocimiento de la fatalidad de la muerte. Llega otro momento en el que empieza el envejecimiento, lentamente, mientras la consciencia sigue iluminando y puede que hasta cada vez mejor. En quienes llegan a vivir un largo envejecimiento poco a poco se va debilitando también la luz de la consciencia, van desvaneciéndose conocimientos como en un proceso inverso al crecimiento y puede que piadosamente llegue un momento en que se desvanezca también el conocimiento de la muerte.
ResponderBorrarSi así fuera, una larga vida ofrecería ese final piadoso, sea que se asuma que la luz de la consciencia se enciende en el evolucionado cerebro humano y que termina de apagarse con su muerte o que se asuma que provine de una fuente eterna de consciencia que se acopla al organismo en la vida y a ella retorna tras la muerte.