Claude Monet / Los cuatro árboles
El 15 de julio del 2014 le escribí una carta al Doctor Herman Wuani Ettedgui, cuando supe que había sido hospitalizado. Un amigo de toda la vida, un hermano del alma, médico internista y Profesor Titular de la Escuela de Medicina José María Vargas de la UCV. Dio su batalla, con toda su artillería de saberes y anhelos. Y hoy 30 de octubre se nos fue en busca de sus ancestros, de la luz matinal, de la fosforescencia del tiempo estelar.
Y hoy como ayer, no habré de despedirlo. Recojo sus señas para esparcirlas. Porque Herman dejó huellas tan numerosas que no hay manera de borrarlo de lo que somos, ni de todos aquellos que atendió con su esmerada paciencia y su conciso saber, que lo llevaba a reconocer cualquier mal en apenas instantes. Ni de los innumerables estudiantes que aprendieron con él el arte de ser médico junto a la ciencia de saber ejercerlo. Ni de los laboratorios de investigación en los cuales sometía a estudio riguroso cada detalle observado, cada dato recogido, para que el diagnóstico sirviera para la prevención y la ausencia de enfermedad.
Como los cuatro árboles de Monet perdura en en el interior de la tierra con sus raíces y en el compás sonoro del viento con sus hojas y sus espigas. Y para siempre vivirá.
Peleando por ganarle al tiempo un espacio mayor de sus respiraciones, siguió atendiendo a sus pacientes en su casa, sin que los males que lo aquejaban, hubiesen mermado su capacidad de leer en unos ojos, en la aspereza de la piel, en los pliegues de unas manos, qué de angustias azuzaban algún órgano que debía ser atendido.
Toda su vida la dedicó a su oficio de médico. De los de antes. De los que nunca dejaron de estudiar y mucho menos de ejercer con profundo amor su oficio. De los médicos de maletín en la mano dispuesto a trasladarse donde fuese necesario para calmar un dolor, diagnosticar una falla, o a veces sólo para regañar un paciente que no hacía caso a todas las recomendaciones que señalaba, sin las cuales ninguna medicina funcionaría.
Un hombre de breves palabras y amplia sonrisa, de un humor fino que desplegaba sin dar tiempo a la respuesta, que le gustaba jugar con los niños, y a quien ninguna comodidad lo detuvo de ser quien era y siempre será.
Y aunque la tristeza se asome a dentelladas sobre un adiós que no escribiremos, lo saludo con el amor y el afecto que siempre le tuve y le tendré, conmovida por su bondad, su generosidad y su inmensa condición humana y para decirle que así como lo hemos festejado cada mayo, seguiremos plantados en la celebración de su vida, y de ese oficio que llevó a los más altos grados de magnificencia, callada y silenciosamente, como quien apenas cumple un deber. Un verdadero ejemplo a seguir en esta sociedad destrozada y fraccionada.
mery sananes
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