Para George Henrique
Hijo
Sabes bien que nunca he santificado los días, ni creído que en uno solo
de ellos puede recogerse el amor que navega durante toda la existencia. No creo
en esas horas que otros hacen suyas por unos instantes para celebrar un vínculo que sólo se gesta en el transcurso
de un vivir de entregas.
Pero, hoy, cuando muchos festejan con sus padres, y tú te acercas al
corazón de tu madre, mira a lo alto de las colinas donde quedé sembrado. ¿Sabes
cuántas semillas germinaron desde entonces?
No hay tiempo, hijo, que no haya estado en el envés de tus enseres,
dejando mis señales escritas en tus cuadernos, en el interior de los zapatos
que van construyendo tus caminos, en la algarabía de tus amores niños.
Y hoy, como todos los domingos, saldremos a celebrar la pervivencia de la
vida, el milagro de los abrazos y esas conversitas que dan cuenta de tu
crecimiento, medido en la corteza de los árboles, en la velocidad de las aguas
que colman el río, en esos tus ojos que van pincelando el porvenir.
Miraremos con reverencia ese lugar en el cual la montaña se le encima al
cielo para regalarle su verdor a la neblina, y jugaremos como siempre a bajar
la escalinatas de la risa, armados con escudos de viento y colibrí.
Ya sé que en este julio alcanzarás una de tus cimas. Y recuerdo con
precisión la geometría de la esperanza dispersa entre tus libros y el alto arte
de los números acicateando tus asombros. Y yo contigo descifrando el peso del
trinar de un pájaro, o tratando de explicar en qué clave la mazorca deletrea su
canto de pan.
Y desde mis aposentos de luna creciente, que cada estación me dibuja en
las madrugadas aquella niña de trenzas que jugaba conmigo en los patios de los nísperos,
te traigo ardides de vuelo, conjeturas de páramo y frailejón y el abecedario de
ese pueblo mágico que nos alberga, con olor a hierbas húmedas y neblinares de
resurrección.
No olvides que sólo basta que gires hacia el silencio que baja desde las
montañas donde se envuelve, en el verde de las hojas, la leche que se hace
queso en el polvorín de manos amorosas.
Desde ese territorio alado donde las nubes bajan a encontrarse con las
lágrimas para regalarle al río el rocío que habrá de cubrir la bella flor que
abre a las once de cada amanecer.
Y que allí estoy y estaré cada día buscando para ti alijos de cocuyos y cesterías
de ilusiones.
Cuídate y cuida a tu madre,
Tu padre
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