Hoy he venido a escribir una carta. No un poema, ni un
escrito, ni una reflexión sobre materias trascendentes. Ni un verso que
deslumbre.
Sólo una carta sencilla, que no cuide la concordancia ni
hurgue en el país de los sinónimos.
Una carta manuscrita, con sus tachaduras y con una letra
en espiral que aproveche las mayúsculas para dibujar un beso en su trazado.
Una carta colmada de aromerías que enamore al transeúnte
que la encuentre por azar en las estanterías de la noche.
Una carta como un soplo de brisa que pudiera escurrirse
por debajo de las puertas hasta alcanzar el horizonte de unos rizos o el
remanso de unos párpados a los que se le han sembrado veleritos de alegría.
Una carta de esas que ya no se escriben, porque se ha
secado la tinta que dibujaba filigranas de azul sobre un tapiz de nubes. O porque se han quedado solos los buzones que
alguna vez fueron recintos de melancolía y parajes secretos de una palabra-suspiro.
Una carta que hable del día y del sabor del vino que se escancia
en los viñedos de la memoria, del jade de las colinas que se cuela por entre
las rejas, o del rumor de agua que se quedó detenido en el giro de las ramas
que se mecen.
Esas cartas que se escriben sobre las puntas de un dedal y
que luego se vuelcan sobre un papel impregnado de hierbas y que llevan siempre
en su sobre algún talismán invisible a los ojos.
Una carta color violeta que lleve en su interior algo de
la noche y mucho del sol. Que llegue derramando florerías, como si en vez de
una carta fuera un vergel.
Una carta marinera, como si fuese una caracola, que tuviera
en su interior las honduras del agua, en cascada de acordes.
Una carta escrita en el lenguaje de los pájaros como quien
pone en palabras el asombro que se anida en las pupilas de un niño.
Una carta que no diga nada, que se asemeje a los papelitos que solemos
dejar bajo las almohadas de los hijos, para que no olviden que existen los
encantamientos.
Una carta escrita sobre el ala de una mariposa, en vuelo
de infinito hacia el territorio de los siempre.
Una carta que diga, por ejemplo, hoy el sol amaneció
empapado con la lluvia de la noche. Y las hojitas de los árboles brillan engolosinadas
mientras aguardan el paso de los espejos.
O que diga: qué maravilloso azar, que coincidencia tan
extraordinaria que en un julio se produzca una conjunción de limonares y
guayabos, de geranios y azahares, de aguas vertidas sobre los lechos de las
semillas y ríos que escancian la sed de la risa.
Que diga: ellas están hechas del mismo cordaje de amor.
Una riega sus flores, otra macera sus confituras. Una escancia la leche, otra
enjuga las lágrimas sobre un mismo recinto de epopeyas silenciosas.
Una deja su estela de flor, otra esparce sus
bienaventuranzas como si pudiera abrirle surcos al cielo. Ambas están hechas de
azúcares vertidos de una caña color de atardeceres.
Una carta que no está escrita para espantar dinosaurios
sino para convocar la alegría de ese lejos que se convierte en cercano, porque
todo aquello que se deposita sobre esta tierra,
con la dulzura de una simiente, se convierte, se extiende, se continúa
para siempre, por más sequías y devastaciones que se acometan.
Una carta que certifique esa estancia de donde venimos,
ese milagro de convertir el grano en pan, aún sin el surco, de endulzar el
guarapo, de hacer de los duros trajines una memoria de la alegría que se
construye silenciosa y persistentemente sobre los días, para que no se apaguen
nunca los candiles de los sueños que se tejen en el corazón de las flores de
baile y en los pétalos de los geranios, de las extrañas y de las azucenas que
aún no han nacido.
Una carta que diga por ejemplo: algún día este será el
lenguaje que los hombres hablen entre sí y éste será el cantar que perdure como
la señal de lo que somos: hijos de hortelanos, enamorados peregrinos de la vida
que se vive, trasegadores de lo amargo en dulce, esforzados mineros de mar en
labores de coral.
Una carta que establezca que, más allá de todo testimonio
de la tristeza y los tormentos que nos ha tocado sumar, del expediente al
desamor que ha levantado una humanidad empeñada en la muerte, sobrevivirá en
nuestra geografía celular, en la exacta estructura de las moléculas, en el
incesante aleteo del corazón desasistido,
la fragancia de la flor, como
férrea armadura, frugal equipaje, instrumento de labranza con la cual construir
la historia de lo que en verdad somos.
Una carta que conserve en sus pliegues la ternura que nos
viene de esa escuela de milagros, como el equipaje que nos permite sobrevivir
estos tiempos sombríos, que no parecen cesar de tanta muerte como contienen.
Una carta hecha con sonidos de laúd y travesuras de píccolo.
Una carta que retome siempre el hilo del melado en el que
se cuaja la confitura, o el corcel de los tiempos niños en los que cabalga la
ilusión.
Una carta para guardarla en el vuelo de las tórtolas, el
canto del petigre, en las enredaderas de
jazmines, y que se pueda deshojar cuando haga falta una brisa fresca llena de fragancias.
Una carta que no concluye porque alguien la seguirá
escribiendo en los cuentos que le inventen a los nietos.
Una carta que recoja las claves mágicas de todo lo que
vive, más allá de las ausencias.
Una carta que dejo en las sístoles del día, en las
comisuras salobres de los peces, en el ángulo de las caricias que aguardan quedamente
la sagrada resurrección del abrazo.
Una carta niña de esas que se entregan escondidas en un
cesto lleno de gajitos de mandarina y fresas maduras. Una carta, en fin, con
sabor a duraznos.
mery sananes
en este otro julio
16 de julio del 2012
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