Escribió Eliot en “El entierro de los muertos” una frase que mucho se ha repetido por los corredores de la poesía, pero que nunca hasta estos días de abril había cobrado la fuerza con la que hoy se derrama sobre nosotros.
Abril es el mes más cruel: engendra
lilas de la tierra muerta, mezcla
recuerdos y anhelos, despierta
inertes raíces con lluvias primaverales.
Y hoy hemos visto, por segunda vez en este abril,
erguirse las lilas desde un suelo aún ataviado de invierno. Se nos han
mezclado los recuerdos y anhelos entre fragmentos de una historia sin sentido.
Y hemos observado como despiertan inertes raíces nutridas por las primeras
lluvias primaverales.
Hace apenas una horas veíamos a Alejandro Cañizales
alzar vuelo en dirección contraria a la raíces, abordando un bajel de nubes
para alcanzar una residencia cósmica que supiera de estrellas y no de
estallidos. De silencios y no de ruidos sin abecedarios.
Hoy Fenier Pérez, se nos fugó, aun húmedas sus manos
de arcilla, mientras hacía danzar una vasija en el torno de sus sueños. No le dio tiempo de concluir su último
utensilio para el vivir. Ni de dejar sus recados a quienes asistían a
sus talleres para escucharlo esparcir la sonoridad del polvo cuando se aglutina
enamorado, y la conmoción de sus pinceles ebrios de colores.
Y uno queda de alguna manera desarmado, como si se
hubiera quebrado el equilibrio en el movimiento de rotación del planeta.
Faltaron a la cita un astrónomo del aire y un arquitecto de vasijas. Y el mundo
quedo incompleto.
¿Cómo recuperaremos esa historia del aire en la cual
Alejandro era un expedicionario en busca de cometas y Fenier un recolector de
arcillas para fabricarle pozos al agua y territorios a la esperanza?
Alejandro le gustaba volar como los pájaros para llenar
los cielos de coordenadas de canto. Fenier hurgaba en el interior de los pozos
para sustraer una tierra milenaria que, entre sus manos, se convertía en cieno capaz de tomar todas las formas.
Y hoy la sed no tiene como saciarse, el paisaje está de
duelo y al aire que respiramos le falta ese ingrediente que aún los químicos no
han designado con un símbolo y que tiene la velocidad de los suspiros. Y hoy este expaís ha quedado más triste y desolado.
A ambos estamos ligados por los más diversos vínculos
de la amistad y el afecto. A Alejandro aprendimos a quererlo a través de la
sonrisa de Aimara, su hermana. Prestidigitadora de los duelos, supo antes y ahora
erguirse sobre los vacíos y llenarlos de su amor, para que en vez de ausencia
los cielos se poblaran de vuelos que no concluyen.
Fenier se hizo compañero de ruta desde hace muchas
décadas cuando primero vimos correr sus pinceles sobre lienzos que él pintaba a
semejanza de sus propias quebraduras. El y su hermano solían siempre
andar juntos en esa aventura de
orfebrería que iniciaba Fenier y que
Antonio llenaba con su equipaje de música
y de canto.
Cada uno imaginando aulas donde la música condujera a
todos a un mismo lugar de belleza y fraternidad y la greda amasada con
paciencia y amor, fuese el pozo donde el hombre pudiera resguardar sus
ilusiones niñas.
Y hoy, un día después, queremos revertir los versos de
Eliot para que la fortaleza de Aimarita reconstruya los mapas estelares
dibujando en ellos un nuevo astro y para que Antonio pueda elevar la sonoridad
de sus coros con la misma densidad del barro que Fenier amasaba antes de cocerse
en los hornos de piedra.
Y entonces podremos decir que abril es un mes para aprender a desafiar la muerte y de construirle torrenteras de agua y de fuego a
los caminos por recorrer, en los cuales nunca falte la lumbre de las estrellas
ni ese sabor a humanidad que despide siempre el barro en manos del hombre que
conoce el eterno valor de los suelos desde los espacios de su propio linaje de amor.
Quede grabado, sobre la arcilla aún húmeda, todo el
afecto enhebrado, como una llovizna de agua fresca sobre esas tierras baldías sobre
las cuales aún no florece la alegría.
mery sananes
09 de abril del 2018
fotos / fenier pérez
¿Qué? ¿Fenier? Caramba, Mery. El tiempo no tiene medida, ni razón. O acaso sean los vericuetos de la vida los que no tengan ni medida ni razón. Conocí a Fenier en los ochenta, en los talleres de Cándido Millán. Encantador ser humano. Su mirada picara de niño y ese tempo signando su andar fueron su carta de presentación. Un creador silencioso portando una coral por dentro. Y, de pronto, una salida chisposa, una palabra a contrapié bastaba para romper el silencio y colmarle de sentido. Ese es mi recuerdo. Los caminos luego se bifurcaron. Me vi forzado a tomar otros derroteros, pero siempre llevando en el amoroso recuerdo a Cándido, a Fenier y a otros amigos del taller de barro y fuego. Lamento de corazón esta partida. Belleza pura es tu ofrenda, hacer de las palabras una guirnalda para la amorosa ofrenda, pura belleza. Su nave parta con vientos auguriosos en el viaje de retorno a los orígenes.
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