A quienes son violentados
hasta la muerte, por rebelarse
contra regímenes, de todos los órdenes,
en los que prevalece la continuada
y extendida negación
de la humana condición
Esta carta está dirigida al primer transeúnte que pase por el lindero de mis azares, por el precipicio de mis sinsabores, por la oquedad de la tristeza que se agolpa y acumula en el corredor de los días, como barcos sin velámenes desplegados, ni mapas de navegación.
Carta que lleva engarzada una flor que sigue desprendiendo aromerías, a pesar de que se cerraron los canales del viento. Un papel maltrecho que, sin embargo, reparta sonrisas y confettis en los rincones de la muerte, que encienda candiles en los agujeros por donde la tierra mitiga sus vacíos, que se abalance con un beso sobre el primer rostro escarnecido.
Que contenga un tropel de palabras que se vuelque sobre el silencio de los muros hasta abrirles boquetes por donde entre la luz. Una carta que pueda convertirse en vasija o que desplegada se trasmute en la imaginería de un campanario.
Una carta que hable por todas las palabras extinguidas, por los cometas que no pudieron acampar en el niño a quien le arrancaron la risa, por la miel que se escapó de las colmenas sin encontrar su recipiente en el corazón del hombre.
Palabras que el agua convertirá en la sed de un cauce reseco o que el fuego le regalará a los albores violeta del día. Mensaje sin itinerario y que es apenas un antojo de ir a contracorriente estampando florerías a los fusiles, como si algún día las balas pudieran cambiar su dinámica de pólvora por el almìbar que se desprende de las caramelerías.
Un papel estrujado y arrugado que no lo sostiene la mano pero cabe en la irrupción de un suspiro que conjuga lo que no pudimos respirar ni alcanzar con el arco de un abrazo.
Una señal de esas que van a parar al olvido o que se consignan en las esquinas de una lágrima que nadie enjuga. Un verso que no adquiere la sonoridad del poema. Un adagio sin cello. Como quien quiere alargarle la mano abierta a un hombre desarmado, sacudido por odios de los que no tenía conocimiento alguno.
Palabras que cabalguen por encima de la gramática, de los sujetos y predicados conocidos, para adentrarse en el territorio abrupto de las perplejidades, en el campo atrincherado del otro, en los espacios de un infinitivo que aún no hemos aprendido a conjugar.
Un recado de amor que convoque al hombre sin palabras a que desate el caudal de su dulzura, el arpegio de sus imaginerías, los sinsentidos de sus asombros, hasta robarle a la muerte los escenarios de sus antojos.
Carta escrita una y otra vez en la nervadura inquieta de los gajitos de mandarinas o en la humedad trivial de los nísperos. Pero que no alcanza a ser esculpida por la deforestada condición de un hombre sin vocales.
Un gesto que detenga la migración incesante del sufrimiento, que le ponga fronteras al desahucio, que repele toda agresión y exilie del planeta la forzada servidumbre de los expropiados de sus raíces, cantos y nostalgias.
Una carta dirigida a los mandatarios del mundo, para que cesen en sus funciones destructoras y dejen lugar a que el hombre se descubra a sí mismo, en el espejo de sus propias pupilas hasta que ejerza el oficio creador que lo sustancie, y derrame sobre los huertos desvalijados la mágica espiga del grano que se multiplica.
Palabras hechas de hilos de madera para buzones de nubes viajeras, que avance libre por las frondas de los párpados, descienda por el canal naranja de los sueños y haga estallar la risa contenida de una humanidad arrebatada.
Una carta inacabada dirigida a cada transeúnte inerme, desde Haití hasta Chile, desde la rota circunferencia polar hasta el sol devastador de los ecuadores, desde este expaís destrozado hasta el corazón de los peces aventados hacia un vuelo para el que no fueron hechos.
A cada uno de esos seres sometidos a un designio de horror. A los asesinados con la saña de quienes perdieron toda humana condición para convertirse en maquinarias de muerte y destrucción. A quienes les secuestran hasta la muerte, para que no quepa duda de quién decide el destino del odio.
A los prisioneros de todas las cárceles en las cuales ni la migaja de hombre que queda, vale la condescendencia de los asesinos. A los que amordazan con los colores del desatino para marcarlos como reses de matadero. A los atribulados, los desesperanzados, a los que les robaron el horizonte, la aurora y hasta el espejo de plata que dibuja la noche sobre los mares.
Una carta silenciosa que ronde como una conciencia sobre los territorios letales en los que se fragua la muerte en todas las instancias de este vivir vuelto tan poca cosa.
Palabra en vuelo que como el sueño de un papagayo se refugie en el viento para alcanzar el anverso del llanto y acunarse en la risa que habrá que inventar.
Una simple y solitaria hoja de papel con la cual se pueda envolver un suspiro o construir un andén, del cual manen caricias capaces de aquietar todo desasosiego, si tan sólo pudieran acampar en las alas estremecidas de un rubor.
Una palabra tan semejante a la hierba que aparezca en cualquier grieta para asentar la existencia de la vida y enamorar el paso del peregrino que huye del desconsuelo sin saber de dónde viene ni a donde ir.
Una carta en fin, inconclusa, cuyas palabras a veces remontan y se diluyen en el azul como pájaros efímeros que, sin embargo, le entregan su razón de ser a los bosques.
Una carta que contenga, en el plexo solar de sus honduras, unas ganas infinitas de volverse campanario, de desafiar la tristeza en la instancia de un beso, de extenderse como un oleaje caribe sobre el tormento de los continentes, hasta que no exista sobre la tierra quien no la junte a la espiga de su risa, para convertirla en granjería de almácigos para la vida, el amor y el porvenir.
mery sananes
Publicado en Media Isla
el 06 de marzo del 2010
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