Entre Zaira la maga y yo cualquier
acontecer es posible. Yo miro por sus ojos y ella toma la paleta de su alma y
comienza a describir lo mirado como algo inequívocamente inédito. Y entonces
irrumpe el milagro.
El último es
EL LIBRO DE LOS GRISES
Le dije una mañana que observando el cielo y sus tonos de gris había reiterado
que eso que algunos llaman ausencia de color tal vez fuese sólo una forma mayor
de asombro. Y la invité a que juntas saliéramos a la caza del envés de los colores.
Aquí su primera respuesta:
¿SERÁ UN TRIGRAMA GRIS?
Las ovejas corrieron al aprisco
Planeaba un gavilán en la distancia
La flauta del pastor se quedó muda
Oí de nuevo el canto, tonos tristes
recordaron los grises del otoño
Hacía falta el triscar de las ovejas
El gavilán volaba satisfecho
en su pico llevaba, alborozado,
la oveja que faltó en el pastoreo.
Zaira Andrade
Le
respondí: no hay material más dócil ni más próximo
a la arcilla que la tristeza. Uno la toma entre los dedos y comienza a
moldearla como uno quiera. A veces estalla en la risa atrapada que guardábamos
como un tesoro.
Otras en ese roce del aire con el beso que quedó
estampado para siempre en los vuelos de la luna. Muchas veces en la
reconstrucción inédita de los lugares, los gestos, las palabras y los
silencios. Esos intervalos en los que todo tiene cabida y en los cuales el amor
anda sin fronteras inundándolo todo.
Y así dimos inicio a esta nueva juglaría.
Tenemos la certeza de que si cada uno de nosotros logra leer en los grises la
grafía de los milagros, tal vez el
hombre reencuentre la simiente floral de la que está hecho. Y los grises puedan
recuperar su alta dimensión de lumbre y su recorrido de saeta. Invitamos a intentarlo.
Quiénes, si no nosotros, tus compañeros de viaje, podríamos dar cuenta
de una vida vivida inmersa en las aromerías del amor. Cómo olvidar ese papi y
mami que se nos hizo tan familiar, tan nuestro como vuestro, y con el cual
expresaban mucho más de lo que aquellas dos sílabas fraguaban en el aire al
pronunciarlas.
Era un amuleto, un talismán, una clave y un incendio. Aguarda, Enrique,
no rompas a llorar. Hablo de las cosas más hermosas de tus días. Y una vez
enjugadas las lágrimas debes volver a mirar lo que fue, lo que es y lo que
siempre será, cuando tus pupilas reconstruyan el tiempo y adviertas que la
puedes volver a mirar en el espejo de tus ojos, sitial que no admite ausencias
ni despedidas.
Uno jamás se despide de aquello que ama, Enrique. Queda con nosotros con
más hondura que nunca. Nada se disipa. Todo se reorganiza. Y entonces
estableces una conexión armoniosa con lo que fue, es y sigue siendo, ahora en
tus manos y en tus pasos, que se convierten en diarias resurrecciones.
De esas penas que rasgan hasta el adentro de las vértebras uno nunca se
consuela. Y ni siquiera hay que intentarlo. Pero no hay material más dócil ni
más próximo a la arcilla que la tristeza. Uno la toma entre los dedos y
comienza a moldearla como uno quiera. A veces estalla en la risa atrapada que
guardábamos como un tesoro.
Otras en ese roce del aire con el beso que quedó estampado para siempre
en los vuelos de la luna. Muchas veces en la reconstrucción inédita de los
lugares, los gestos, las palabras y los silencios. Esos intervalos en los que
todo tiene cabida y en los cuales el amor anda sin fronteras inundándolo todo.
A ti te toca, Enrique, por compromiso y obligación, por deber y derecho,
reencontrarte con la belleza, con los suspiros, con el sabor de los frutos, con
el encanto salobre del mar, con esa montaña de flautas por la que se asciende
hasta los cielos.
Te toca dejarla ir a esos recintos mágicos donde ella hoy es purita
energía navegando sueños y desandando precipicios. Sólo desde allí podrá
comenzar a dibujarte azules en las noches más oscuras. Rayos solares en medio
de la más profunda de las tempestades. Cantos de estrellas en el altavoz de tu
mudez.
Ella sólo estará tranquila, donde quiera que esté, si sabe que aquello
que sembró tiene un regador que nutra sus retoños, un amoroso jardinero que dé
cuenta de los frutos, un hacendoso constructor de días sin llanto.
Y nosotros, Enrique, quienes los queremos, necesitamos que recobres tu
paso sobre los caminos, tus ascensos por las escalinatas, tus juegos con las
horas, y esa alegría que ella amo y que tenía su nombre.
No fue ella hecha para tu tristeza. No lo olvides. Como tú no lo fuiste
para la suya. Decidieron un día andar juntos y esparcieron décadas de mieles,
que quedan endulzando la vida. Ahora te toca trabajar los panales por ella y
por ti para asegurar la continuidad de lo vivido.
Y tenemos la certeza de que podrás hacerlo. Porque si no le fallaste en
los calendarios subterráneos que a todos nos tocan, menos podrás fallarle
ahora.
Y eso lo lograrás en el instante en que decidas sonreír, al ver su
retrato plasmado en todo lo que tocas. Lo alcanzarás al rememorar, reconstruir
y salir al aire libre al encuentro con las cosas esenciales que tan a menudo
dejamos ir, sin retenerlas. Porque sólo en ellas estará Miriam, aguardándote.
Y es hora de que vayas a su encuentro sin lágrimas.
Y no porque sea una sorpresa este poema que nos envía, sino porque la pregunta que sobreviene es si se trata de un poeta metido a geógrafo y científico social o si por el comtrario es la contemplación del paisaje geográfico y humano el que lo conduce a esta reflexión sobre el silencio.
Nosotros apostamos a que es el poeta que hay en él lo que dictamina sus rumbos, sus palabras y sus haceres. Y he aquí un testimonio de ello.
Sus preguntas aún quedan buscando respuestas.
EL SILENCIO
Tomo por asalto el silencio residual del bullicio
cotidiano
Supuesta intimidad para dialogar conmigo mismo en la
construcción de los conceptos necesarios para sobrevivir como humano
Aprovecho la circunstancia del momento cualquiera para
intimarme durante minutos y segundos
Me nutro de pensamientos cuando invento tiempos para
construir sueños y forjar ideas de supuesto compromiso imaginario, hasta
comprobar cada una de las propuestas
Entonces presiento la palabra adherida como hiedra
sobre la roca como si fuese pertenencia
escondida
Infinita propiedad pensada, mil veces compañera, sin
delación alguna de lo poseído
Es cuanto poseo, más allá de la sonrisa dibujada en
mis labios como huella gozosa de un universo íntimo, imaginario
¿Acaso cinismo personal ante la vida o cobardía ante
lo acontecido?
No es necesario revelar palabras ni compartirlas con
alguien que no escucha
Solo basta cerrar los ojos y evitar denuncias provenientes
de la mirada
Suficiente, sentir la brisa en el rostro para descubrir
asombros y sospechas
Gritar en el silencio un momento de acoso, sin presión
alguna por sentirnos en el lugar indicado
Sirva ese lugar
para construir nuevos silencios y palabras íntimas, mudas tal vez, como muestra
de la pertenencia acumulada
Tan nuestras las palabras como susurro del viento que brinda
caricias y recuerdos, sin compromisos en la espera
Y cuando vuela el pensamiento hacia espacios de
absoluto imaginario, trascendemos en sueños más allá de las eternidades
Presentimos que el horizonte permanece vacío de
recuerdos escondidos en posible infinitud como si fuesen inconclusos o simples palabras
poblando el recinto de los deseos
Entonces, se exalta el pensamiento en el instante del
susurro y demanda de los dioses la libertad de la palabra prisionera
Musa real en la construcción imaginaria de universos en
el tiempo de las edades
¿Acaso, todo depende del silencio obligado o habrá de
inventarse hechos que perturban los momentos?
Silencio y palabra han de reinventarse hasta transformar
los segundos de la espera
Suficiente para construir sueños en la conformación de
los deseos
Y la palabra ha de permanecer escondida en el extravío
consciente del silencio, ignorando susurros y asombros.
Suelta el dorado sus hilos tiñe los árboles con su orfebrería se desliza por los altos muros de una ciudad deshabitada de luceros se deja caer sobre el asfalto mitigando la tristeza que se prende de las horas y emerge como un canto a la vida como si nada importara más que esos rayos que sonríen y se posan sobre los párpados secando las lágrimas dibujando porvenires de pomarrosa y mandarinares Los deja y se va como si pintara la ciudad del color del trigo que se desgrana en pan de amor como si supiera que más allá de las penas la vida repite incesante su ciclo enamorado ¿Cuándo el hombre se detendrá a mirar el milagro de esa luz de hilos que escribe cada tarde un allegro a la vida que pasa cabalgando en las alas de las mariposas en el corazón saturado de alegría de los pájaros que regresan a sus nidos? ¿Cuándo se detendrá a medir el movimiento de las hojas cuando las zarandea el aire en estos atardeceres coloreados de jazmines y azahares que aguardan la noche para regar en el corazón de los transeúntes el abecedario secreto de los besos? Tal vez si lo hiciera ascendería por esos hilos hasta el interior de si mismo y como un espejo que se desdobla encontraría el verdadero origen de todo lo que vive y miraría asombrado su propia arquitectura sideral hasta alcanzar la dimensión exacta de su ternura texto y foto mery sananes 07 de agosto del 2009
La vida es una difícil travesía. No hay caminos rectos, ni aposentos en los que alguna vez un vendaval no trastoque el sosiego de su hospedaje. Cada día es una larga batalla hacia ese territorio donde albergamos los sueños que nos entregaron al principio de todo, inscritos en nuestro ADN. Y que sólo alzaron su vuelo en un horizonte cercado.
Y sin embargo, nuestra fue la decisión de erguirnos más allá de los claustros cerrados, para descubrir perplejos que aún podíamos descubrir la trayectoria de un tiempo por inventar. Un recinto sin siniestros. Una aurora sólo visible a nuestros ojos de mirar claridades donde sólo sobreviven soterrados los precipicios.
Y sembramos rosaledas en medio de eriales. Cosechamos frutos en árboles sin raíces. Y encendimos fogones en los linderos de las tempestades.
Abrimos el corazón a los afectos en campos minados. Y edificamos espacios desde donde atrapar el alba en el instante de un parpadeo.
Y advertimos entonces que estábamos vivos más allá de toda muerte. Que ante la indiferencia de los otros nosotros tejíamos sonrisas en las líneas de un ferrocarril inmóvil. Y que nada había podido detener la certeza de los estremecimientos, cuando el ojo rozaba el azul de una ilusión envuelta en una atarraya.
Y todo eso quiere decir, Enrique, que hemos vivido. Que el amor nos entregó sus secretos y sus vigilias. Bordó en el aire los suspiros de nuestra alegría. Y que nada fue en vano. Que fuimos una vasija desbordada, un río crecido, un florecer de murmullos.
Y que cuando los afectos se enhebran hasta en la respiración, nada desaparece. Así los sentimos a Miriam y a ti. Fuiste bajel y ella lontananza. Tú el viñedo y ella la copa. Tú el equipaje y ella la exhalación.
Y esta noche, cuando ella descarga en la nada el peso de los dolores y las penas, cuando se interna en el silencio reverente de los enamorados, partiendo sin partir, llevándose tu ofrenda y dejándote su lumbre, te toca a ti, Enrique, entregarle para su viaje el pañuelo que enjuga todas tus lágrimas, para que con ellas pueda Miriam hacer su navegación hacia el infinito del siempre.
Y tú logres restablecer la exacta medida de lo vivido, como tu equipaje frugal para lo que has de vivir, en su nombre y en el tuyo, en nombre de la alegría rescatada en el redil de los ojos, en los engranajes del alma, en la geografía de la piel, en el bosque de los besos.
Bendecidos hemos sido, Enrique, que pudimos edificar en un tiempo de destrucción. Que pudimos conservar intacta la inocencia en un paisaje árido y reseco. Que fue y es nuestro el raro oficio de acceder a los sentimientos en medio del mapa de los odios.
Mira, Enrique, qué dones nos ha otorgado y otorga la vida. Y en nombre de esa alegría, llévatela contigo, cosida a los pliegues de tu camisa, en las hebras de tus cabellos, en el trote de tus pasos, a que vea a través de tus pupilas, los bosques de un tiempo porvenir.
Nosotros te acompañamos, como siempre, con el encargo que Miriam nos deja de que no cerrarás las huellas de lo conquistado, que perdurará en ti la sonrisa que ambos moldearon con astillas de miel y aromas de azahar, para que ella pueda acceder a su transfiguración, con el sosiego de tu persistencia y la presencia inalterable de tu abrazo.
Siempre me ha parecido espectacular la caída de
una hoja.
Ahora, sin embargo, me doy cuenta que ninguna
hoja “se cae” sino que llegado el escenario del otoño inicia la danza maravillosa
del soltarse.
Cada hoja que se suelta es una invitación a
nuestra predisposición al desprendimiento.
Las hojas no caen, se desprenden en un gesto
supremo de generosidad y profundo de sabiduría.
La hoja que no se aferra a la rama y se lanza al
vacío del aire sabe del latido profundo de una vida que está siempre en
movimiento y en actitud de renovación.
La hoja que se suelta comprende y acepta que el
espacio vacío dejado por ella es la matriz generosa que albergará el brote de
una nueva hoja.
La coreografía de las hojas soltándose y
abandonándose a la sinfonía del viento traza un indecible canto de libertad y
supone una interpelación constante y contundente para todos y cada uno de los
árboles humanos que somos nosotros.
Cada hoja al aire que me está susurrando al oído
del alma ¡ suéltate !, ¡ entrégate !, ¡ abandónate ! y ¡
confía !.
Cada hoja que se desata queda unida invisible y
sutilmente a la brisa de su propia entrega y libertad.
Con este gesto la hoja realiza su más
impresionante movimiento de creatividad ya que con él está gestando el irrumpir
de una próxima primavera.
Reconozco y confieso públicamente, ante este
público de hojas moviéndose al compás del aire de la mañana, que soy un árbol
al que le cuesta soltar muchas de sus hojas. Tengo miedo ante la incertidumbre
del nuevo brote.
Me siento tan cómodo y seguro con estas hojas
predecibles, con estos hábitos perennes, con estas conductas fijadas, con estos
pensamientos arraigados, con este entorno ya conocido…
Quiero, en este tiempo, sumarme a esa sabiduría,
generosidad y belleza de las hojas que “se
dejan caer”.
Quiero lanzarme a este abismo otoñal que me
sumerge en un auténtico espacio de fe, confianza, esplendidez y donación.
Sé que cuando soy yo quien se suelta, desde su
propia consciencia y libertad, el desprenderse de la rama es mucho menos
doloroso y más hermoso.
Sólo las hojas que se resisten, que niegan lo
obvio, tendrán que ser arrancadas por un viento mucho más agresivo e impetuoso
y caerán al suelo por el peso de su propio dolor.
remitido por José Páez texto original de José María Toro de su libro La Sabiduria de la Vida