17/01/07
Tal vez valga la pena detenerse de nuevo en este pensamiento. Y reflexionar sobre el contenido y significado de poder, en verdad, hacer cesar la pugna entre la colectividad y el individuo. Entonces, el esplendor del tipo humano no quedaría fraccionado, disgregado, dividido. Se multiplicaría en el individuo que a su vez es parte única de un colectivo que lo contiene, precisamente por su condición de ser humano.
Nos hemos acostumbrado -y buena parte de las ciencias sociales han contribuido con esta tarea- a pensar el mundo como una realidad dividida entre un colectivo que carece de individuos y unos individuos incapaces de comprender que nada son si su vida no se desenvuelve en armonía con el hermano, que es su complemento y su razón.
De modo tal que la política, dependiendo de los intereses que diga defender, hablará en nombre de unos y de otros, sin darse cuenta que en ello desaparece el esplendor del tipo humano. El hombre se convierte en mercancía o en ficha para la estadística. Desaparece como lo que es, para dar paso a lo que otros quieren que seamos.
Y para eso somos objeto de todo tipo de manipulación, trampa, engaño. Y es tan grave la distorsión de la realidad, que el capital no puede vivir sin los individuos y las revoluciones no sobrevivirían si dejasen de utilizar los colectivos como mayorías a quienes hay que ordenar, organizar, etiquetar y hacer que permanezcan en su condición, para que no se les ocurra querer alcazar la dimensión de individuos.
Y cómo haremos para acabar con esa pugna y restablecer el esplendor del tipo humano? A esa reflexión nos invita Henry Miller y nos convoca esta realidad-espejo que no encuentra su identidad sino en la imagen de sí misma que le otorga un cristal despedazado.
“El hombre nuevo
sólo cuando haya cesado la pugna
entre la colectividad y el individuo.
Entonces veremos al tipo humano
en todo su esplendor.” [1]