FILTRADOR DE TRISTEZA Y
SOÑADOR DE ALQUIMIAS
Eduardo
El tiempo es una vasija que se llena con la vida. Y tú estás hecho de un barro que filtra todas las tristezas hasta hacer del dolor una ofrenda de aguas a tus camaradas.
No puedo sintetizar tu andar de otra manera, que con esos elementos primigenios de la vida: la tierra, el agua, el aire y el fuego. Porque en ti se convierten en sol las medianoches, en ejercicio vital los menguantes, en hacer permanente todas las estaciones.
En ti se reúnen, Eduardo, cualidades que son el eje y esencia del ser humano que no ha sido fracturado en su geografía vital. Tu gran hazaña es, por barro aniquilador de impurezas, haber resistido y nunca haber dejado de soñar espacios en los que todos los torrentes son cristalinos.
Sí, ya sé, vienes de raíces de agigantías que cincelaron tus susurros. Pero un buen día, tal vez acicateado por aquello que no tenía concordancia con ese corazón de niño que jamás dejaste de cultivar, tomaste las riendas de un viento suave, en busca de sueños que aún no habías logrado, porque aún no conocías hasta donde es capaz de llegar el dolor.
Recuerdo que te hiciste médico porque te empeñaste en aquello de que era necesario prevenir y curar la enfermedad. Y le diste campo a tu vocación de curandero de cuerpos con capacidad para asomarse a los sueños truncados para saber del camino de los males.
Por ello ibas más allá del individuo que venía a ti en busca de alivio, para tocar las raíces de una sociedad que encontraste quebrada y descompuesta.
Entonces este era un país de organismos solitarios que no se tocan ni se encuentran. Y por esa dirección encauzaste tus esfuerzos de amolador de dificultades y sembrador de perspectivas. Te fuiste, sin embargo, bajo la convicción de que la medicina aplicada hasta ahora en esta golpeada Venezuela, no lograba trascender al individuo solitario. Y aún no lo logra.
No ha habido aquí cobijo para un colectivo sano y con disposición a realizar la aventura de la otra historia. Por ello en ti, en aquel 03 de julio del 1998, en el que te nos escapaste, ascendiendo tal vez en volutas hacia las nubes, a sabiendas de que regresarías, estaba la sombra de la realización que no había sido y que aún sigue en los territorios de la espera.
Ya cuando te hiciste político sentías que lo aprendido en las aulas era insuficiente para enfrentar el dolor predominante en tu sociedad. Por ello Ingresaste a las filas de una organización que proponía el más alto vuelo y que no se detenía en lo transitorio sino que se imponía una tarea de gigantes: recomponer la vida, reconstruir la sociedad, crear un tiempo y una historia de humanos en la que los dioses pasaran a su sitio celestial.
Y consecuente con esto, te apartaste de por vida de todo aquello que forma parte de la vieja historia de los privilegios. Desde entonces asumiste la convicción de que lo supremo es el logro y esparcimiento de la alegría hasta alcanzar un inmenso caudal que haga de cada individuo una conciencia social y una decisión de lucha por el colectivo que tendrá que ser centro y arma mayor de la historia de hermanos verdaderos que fue el inicio y fin de tu utopía, un sueño que todavía está por levantar.
Por todas estas cosas, Eduardo, no podía ser fácil tu ruta porque vivías para soñar imposibles. Porque siempre fuiste portador de esa virtud esencial de los niños y de los poetas llamados a dejar a un lado lo doméstico, para avanzar persistentemente en la labor de ser soñador de alquimias.
Y así fuiste tejiendo tu vivir. Y sobre esa esperanza niña de tus amaneceres te sostuviste por encima de todas las quebraduras, todos los desgarramientos individuales y sociales, que te tocó presenciar en el transcurso de ese siglo XX, tan lleno de ilusiones pero tan terriblemente habitado por la muerte.
Y lo hiciste para que llegásemos a adquirir una dimensión para el hacer y el vivir distinto al que se había sembrado y aún perdura en la historia de un hombre que no ha alcanzado su humana condición. Porque aún seguimos, Eduardo, carentes de porvenir.
Cómo entonces, Eduardo, no venir a escribirte hoy, cuando soltamos tu palabra y tu alquimia, tu barro filtrador de tristezas, para que vaya a irrigar la historia, sembrarle una estrella fija, con exacta puntería, en el ojo del hombre, para que la noche, como decías, ahíta de luz, emprenda la fuga.
Porque de eso trata este libro. Agustín te conoció por los informes políticos de Jesús Flores, el sindicalista de la harina, poeta de la avena y maestro de comunismo en el Maracay de los 50. Y desde entonces supo que en algún momento se detendría en el puerto de tu mirada llena de ternura, de tus posiciones radicales en cuanto al deber ser de un revolucionario, en tu amistad que galopaba por encima de cualquier formalismo, en la poesía de la que está y sigue estando llena la vasija de tu tiempo, para recoger tu testimonio y esparcirlo con tu alquimia.
Y eso hemos venido a hacer hoy y aquí. Por todo esto sé, Eduardo, que no te escribo en ausencia. Porque tú estás en cada uno de nosotros, en los que aún sobrevive la ilusión por encima de los destructores, la vida más allá de los sepultureros, la valentía de ser niños por encima de esa almidonada presunción de ser gente grande y con posiciones definitivas.
Y te escribo en la certeza y convicción de que tu vida y tu hacer, tus mensajes, tus lecciones y poemas, son como nunca necesarios e imprescindibles en este tiempo sin vasijas, en este vivir que sabe a pena honda.
Porque lo más sorprendente de ti, Eduardo, es tu capacidad para afirmar: soy comunista por siempre. Y sin embargo, en tu memorial de ese tiempo, ese ser comunista, que siempre será tu sello, no se inmuta para hacer una verdadera radiografía de los errores y desaciertos, de las desviaciones, de los tropiezos.
Pero no te erguías como juez, porque ese no es tu oficio. Tú revelabas la enfermedad sin perder de vista el contexto social que la produce. Por eso no te cansas de alertar que el deterioro de la estructura del hombre de este tiempo está unido a una explotación, creadora de los males que tocan desde el cerebro hasta la última célula de la existencia.
Y de allí tu empeño en las cualidades de un revolucionario. Si esos dones, de los que tú eres maestro permanente, se daña, se doblega, se confunde, el trabajo comunista deja de serlo. Y la ilusión se pierde. Y no sólo te tocó advertir esto a nivel del comunismo venezolano. Tú pudiste, precisamente, por no aceptar un mundo dividido entre superiores e inferiores, conversar de igual a igual con los grandes dirigentes de la revolución a nivel mundial, ya fuese, Mao Tse Tung o Khrushchev. ¡Y hasta pusiste a Ho Chi Min a cantar ‘Bela Chao!
Y con ellos discutiste y diferiste. Y explicabas una y otra vez que la revolución, entendida como un estadio en el cual el hombre, en colectivo, alcanza su verdadera función de ser humano, es un hacer que no se planifica desde las cúpulas, desde las minorías beneficiarias, desde las mismas ambiciones de poder, sino desde las vertientes de agua purificada de un colectivo consciente y organizado.
De manera que en el testimonio que dejaste establecido en el libro con ABM, y que ahora comienza a dejar más registro de tus huellas, hay planteamientos que tienen que ser rescatados por quienes se imponen hoy la tarea de revolucionarios.
En ese hermoso y terrible testimonial, está el trayecto de una ilusión que perduró a través de todas las pruebas, pero también el ojo crítico de quien distingue los errores, quien es capaz de corregirse y corregir, quien pone toda su vida y condición a la tarea de la redención de la humanidad, como pedía Pío Tamayo.
Por eso, te digo, Eduardo, el tiempo es una vasija que se llena de vida. Y el tuyo es un barro que filtra todos los males para ser ofrenda de aguas cristalinas a quienes se acerquen a tus manantiales de ternura, de poesía, de verdades que no son estrictas, a tu inagotable alegría, a tu indomable postura de militante comunista, que para ti es ser militante de la vida en permanente ejercicio solidario con el otro, que es tu hermano.
Y hoy he venido a escribirte, Eduardo, porque tal vez es el producto de recoger infinidad de jirones que la historia nos ha enseñado en este transcurrir después de tu ida hacia confines más profundos de la existencia.
Pero tenemos entre los pliegues de las alas guardadas tu resistencia de minero, tu terquedad en la razón justa, tu camino persistente y esa convicción inamovible de que no seremos capaces de construir un mundo distinto, si antes, nosotros, en nuestro interior, no alcanzamos ese grado de humanidad que tú nos enseñaste.
Por todo eso, Eduardo, tú permaneces tanto en los tiempos en que requerimos esa sencilla lección de ser quienes debemos ser, como en los tiempos de floreceres que algún día llegarán a éstas y todas las tierras de este planeta devastado y maltrecho, en los que tú andarás celebrando como el niño que sigues cultivando, las alegrías sencillas del pan que se reparte, de la casa que duerme abierta para que por ella entre el amor a manos llenas, del crepúsculo que nos deja sus señales estelares cada día para ver si alguna vez aprendemos a deletrear sus secretos.
Me despido, Eduardo, llevándome prendida tu ternura, tu coraje, tu temple acorazado, tu envergadura de flor y tu simiente de árbol. Y en este acto en el cual presentamos tu libro, a veinte años de tu viaje al corazón de las pomarrosas, en tu presencia, que hoy toma el dulce rostro de tu hermana Cecilia, te nombramos, como siempre lo has sido Maestro Floricultor Permanente de esta Cátedra itinerante y porvenirista. Salud camarada!
mery sananes
20 de julio del 2009
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