lunes, junio 03, 2013

RENÉ RODRÍGUEZ SORIANO - A PEDRO MIR - OTRA LEYENDA DE COLORES



La libertad como un antiguo espejo
roto en la luz, se multiplica más...

Pedro Mir


 

Azar del azogue


No sé talismán dónde andará mi cuaderno azulito de finales del bachillerato, fue lo único que pude salvar del incendio de esos días. Los guardias y las bandas, desbandados, vandalizaban hasta a la barbarie. Yo venía de la escuela y escribía lo que no estaba en los libros de enseñanza. Nadie cantaba completas las estrofas de la oración de la patria, y ciertas letras habían sido escamoteadas de todos los manuales de historia y de geografía.

Eran tan largas las tardes, y tan lentos los olvidos... Aludir el oído de las paredes, en sí, ya era un delito. Yo venía de la escuela y, con un lápiz incierto, escribía en mi cuaderno las palabras prohibidas. La radio era un continuo parpadeo insensible lleno de letanías, un posible, un tal vez, instrumento vacío lleno de sierpes y lentejuelas. Yo volvía de la escuela y aprendía en los zaguanes, flirteaba en los interlineados para leer, para oír y anotar. Disentir no era un verbo, era ponerse a tiro. Leer u oír a Pedro Mir... ya lo era todo.

Eran los años duros, los setenta. La vida era una sola sobre los fusiles, y el poema un aliento. Una escaramuza, un esguince para cruzar al siguiente. Una torcedura para enderezar el día, cada día. Y así, gigante y luminoso, entre las coseduras de los libros con portadas del catecismo, en los descampados y en las azoteas, se esgrimió el poema. Tomó cuerpo en las almas. Yo venía de la escuela aquella tarde y en la radio, una voz, quebró el azogue y la ceguera. Salió a la calle la inocencia. Aún no sé de qué sirve el poema, pero sé que, en un país pequeño y agredido, un poeta pequeño y aguerrido supo encender antorchas apagadas.

Amén de mariposas


Eran otras tardes, las recuerdo. La radio y los aires enrarecidos vivían poblados de turbios nubarrones, pero uno, aunque los sentía cernirse como filosas dagas, se hacía de la vista gorda. Era la mejor forma de oír la música y de leer los mensajes sin miedo a las sordas paredes o las patas de los briosos caballos y arrogantes cancerberos del abnegado y putativo padre de nuestras culpas y desgracias.  Es cierto que hubo quienes aprendieron a leer entre líneas. También quienes aprendieron a entresacar las mejores melodías de entre las filigranas de los aires viciados y mentidores.

Plumón de nido nivel de luna
salud del oro guitarra abierta
final de viaje donde una isla
los campesinos no tienen tierra.

Al margen de las inauguraciones de puentes, plazas y avenidas, otra ciudad se hundía en la ignominia, y en los programas con mayor audiencia cantaban los cantantes oficiosos dulces y aladas canciones de sopor. Fue una  de esas tardes que sintonicé, sin darme cuenta, otra frecuencia que ya estaba abriendo un amplio tajo entre los vientos enemigos; una frecuencia tierna y agresiva que venía a todo tren por los viejos raíles del ingenio, llena de azúcar y de savia para cantarnos la canción.

Los que la roban no tienen ángeles
no tienen órbita entre las piernas
no tienen sexo donde una patria
los campesinos no tienen tierra.

Pienso, ahora lo pienso, es verdad, que despertamos y vimos, nos vimos a los pies, atados, uncidos al yugo del cínico hombrecillo que cada tarde caminaba por el mirador con su sombrero en las manos, ocultando de vez en vez sus afilados colmillos. Multiplicada, parida de retoños, la canción se fue adueñando de las tardes, de la semana y los asuetos, hasta que ya no fue secreto para nadie de que había un poeta en el mundo colocado en el mismo trayecto del asombro y de la luz, sencillamente ínfimo y liviano, capaz de enarbolar la más dulce y tronante voz de rebeldía, y sin embargo, franca e incisiva para hacernos entender quiénes éramos y qué nos pertenecía:

País inverosímil.
Donde la tierra brota y se derrama como una vena rota,
donde alcanza la estatura del vértigo,
donde las aves nadan o vuelan pero en el medio
no hay más que tierra...

Y así fue, a pesar de las pateaduras, de los borbotones de sangre, de las rejas, las desapariciones, de las madres sin hijos y los hijos sin padres y los tiburones y los acantilados y las persecuciones y el llanto y la rabia reprimida, la voz, curtida con guarapo, melao y alcohol, comenzó a tomar calle, abandonando los estrechos conciliábulos y comités, prendiendo la canción y sus retoños por todos los confines de la isla llena de abogados que no son más que placas y silencio, a los poetas que no son más que nieblas y silencio y los jueces silenciosos...

Faltan hombres que arrodillen los árboles y entonces
los alcen contra el sol y la distancia.
Contra las leyes de la gravedad.
Y les saquen reposo, rebeldía y claridad. 
Y hombres que se acuesten con la arcilla
y la dejen parida de paredes.
Y hombres que descifren los dioses de los ríos
y los suban temblando entre las redes.
Y hombres en las costas y en los fríos
desfiladeros
y en toda desolación.
Es decir, faltan hombres.
Y falta una canción...

Eran otras tardes, lo confieso, ya no escucho la radio y, aunque no he dejado de orar porque la bala emplumada del delirio le destemple la risa al penitente solterón de palacio y sus secuaces –que aún siguen pasando las cuentas de su rosario de cruces bajo el ala del sombrero-, sé que no han florecido los camellos en el desierto ni han salido los trenes a las calles, pero el poeta, fatigado tal vez del tufo de los años y la mentira, pidiendo para él, poco menos que “Un nido de constructiva paz en cada palma. Y quizás a propósito del alma el enjambre de besos y el olvido”, volvió al ingenio una madrugada de julio.

Miro un brusco tropel de raíles
son del ingenio
sus soportes de verde aborigen
son del ingenio
y las mansas montañas de origen
son del ingenio
y la caña y la yerba y el mimbre
son del ingenio
y los muelles y el agua y el liquen
son del ingenio
y el camino y sus dos cicatrices
son del ingenio...

Otra zafra vendrá –lo presiento, aunque no encuentre mi cuaderno azulito de finales del bachillerato-, blandiendo sus aperos por los desfiladeros de azúcar y cristales marineros para mostrarnos la tarde americana en la que, entonces sí, Pedro Mir con su guitarra abierta, frutal, fluvial y material, podrá decirnos sin ambages, con palabras, lo que no se puede decir con las palabras... |A Pedro Mir, en las alas de las mariposas

René Rodríguez Soriano, Tientos y trotes, Santo Domingo, Editora Nacional, 2011, p. 163.

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