lunes, febrero 24, 2014

Y QUÉ DE LOS MUERTOS





Y qué de los muertos
porque hay muertos de muertos
los del enemigo
            -que también son numerables-
los nuestros
los más nuestros
porque alguien debe saber por qué
murieron
el enemigo sigue siendo uno
y sabemos quién es y donde está
y esos muertos no son muertos
los muertos son los otros
los que no sabemos decir por qué murieron
o lo sabemos y no lo decimos
porque una cosa es andar haciendo la teoría
de la revolución
                       y otra
hacer la revolución
y hay muertos que matamos nosotros
tan muertos por algo que fuimos nosotros
para decir
           hay un modo de andar perdiendo la vida
           y un modo de andar construyendo la vida
que no se sabe por qué dicen tanto estos muertos
que nadie quiere recordar sus nombres ni sus
rostros
       de tanto andar haciendo un puño del rostro
para que nadie se engañara
hay que comenzar por dentro
o no nos entendemos    


Mery Sananes
Tiempo de guerra 
Caracas, 1968.  




Este poema tiene 46 años de publicado. Tal vez 48 o más de haber sido escrito. No le he modificado una sola palabra. Su contenido es el mismo del poema escrito este 19 de febrero del 2014. Lo único que cambia es el subterfugio de una palabra que busca persistentemente horadar los muros del extravío. O al menos alcanzar el movimiento concéntrico del agua cuando un niño lanza sobre su mansedumbre un diminuto guijarro.

Esta voz no es mía ni es de nadie. Acuna en el sollozo de las madres que se quedaron sin sus hijos, nace del dolor de quien es atravesado de bala y de ira. Brota del tiempo de odio que define la historia en todo su devenir. Insurge del aroma de la flor que no llegó a escanciar su esencia sobre un hombre cuyo único destino parece ser atropellar o ser atropellado.

Nos movemos, como antes, como siempre, entre vacíos discursos, mientras por un lado se ajustan y reajustan los poderes, se reparten sus beneficios, y por otra la violencia se desborda indetenible sobre seres a quienes se les expropia hasta el nombre. Como si no existieran, ocupados como estamos en cosas de Estado ¿de Estado?

En aquel tiempo, como en tantos otros, muchos jóvenes atisbamos una esperanza, Creíamos que podíamos construir un mundo a la medida de los sueños jamás realizados que han atravesado toda la humanidad. Un mundo de igualdad, justicia, fraternidad. A eso llamábamos revolución.

Y cuando se decidió que la vía era la lucha armada en la ciudad y en el campo, asumimos la propuesta y la defendimos con nuestras vidas. Década terrible la de los años sesenta. La improvisación y la emoción permitieron que se convirtieran en  guerrilleros a jóvenes que no sabían manejar un arma y que sólo contaban con su esperanza y decisión. La represión fue inmensa y la derrota un proceso que aún no ha concluido.

Y nos dimos cuenta que la historia era muy distinta a como lo habíamos creído. Que no existía tal revolución sino un reacomodo de intereses y poderes, cuyos bandos estaban dispuestos a sacrificar a quienes fuesen.

Y el golpe nos hirió doblemente. Éramos sobrevivientes de una guerra cruenta, terrible. Y quienes se habían quedado en el camino lo habían hecho con la entrega de su propia vida. Y nos convertimos en testigos y testimoniantes de una tragedia mayor.

Nos hicieron creer que la muerte era necesaria, que el motor de la historia era la lucha de clases. Y que nosotros estábamos del lado de los oprimidos. Entendimos entonces que el verdadero motor de la historia era y es la explotación. La lucha de poderes entre los beneficiarios, no entre los excluidos. Y que éstos últimos siguen siendo los mismos, aunque se les llame de manera diferente y aunque crean que forman parte de una historia distinta.

Yo pertenecí a aquellos ilusos jóvenes que alguna vez creyeron en la revolución cubana y en los movimientos de izquierda dispersos en el mundo. De quienes pensamos que sólo una violencia revolucionaria podía anteponerse a la violencia del orden. Hasta que las preguntas se hicieron mayores que las respuestas. 

Nos robaron hasta el lenguaje. Pero el contenido que le di a este término, en tantos textos que escribí, nada tiene que ver con la realidad que se impuso. Pero no los puedo borrar ni cambiar, ni aún la dedicatoria que hice a Fidel Castro y a Ernesto Guevara.

La II Declaración de La Habana la utilicé en muchos cursos para explicar la explotación. Hasta que entendí que se cambiaba una  explotación por otra, una violencia por otra. Que estábamos siendo engañados una vez más. Que el hombre nada había ganado ni adelantado. Que había sido utilizado por una vorágine violenta mucho mayor.

Hasta que advertimos que la propia violencia es contraria a toda verdadera transformación. Y que estábamos en un círculo vicioso y criminal que sólo puede quebrarse a través de un vivir distinto que destierre toda violencia y todo ultraje al hombre y a la vida, donde quiera que esté. 

Que funde una nueva forma de vivir en una sociedad distinta, armado de ideas y pensamientos nuevos, de una ciencia, una historia, un arte con otra perspectiva. Fraguada por un hombre que constituya al fin la esencia de lo humano que aún no conocemos sino a retazos, en fragmentos, y que habrá que conjugar en colectivo para adquiera la dimensión real de lo que somos. 

Una tarea que aún aguarda por realizarse. 

Y este poema temprano ya refería las dudas. Y hoy puedo afirmar que se sigue derramando el dolor y no hay quien lo recoja. Poco ha cambiado. El vacío es lo único visible. Y una rebeldía que es puro sacrificio. Queda solo el dolor silencioso de unas cuerdas rotas. Y estas palabras desahuciadas que sobreviven en busca de un milagro.


mery sananes
24 de febrero del 2014


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