Si algo soy, madre, entre los menguantes y
crecientes de tu luna, es ser tu hija. Adherida a ti como si nunca hubiese
acabado el instante del nacimiento. En el regazo en el cual me cobijaba como
las algas en las rocas. En las palabras que no terminaba de decir, pero que
hacían efecto de diapasón en los tiempos sin tiempo.
En los descalabrados días en los que no
alcanzaban los silencios para enhebrar en ellos los besos que como pájaros, se
engarzaban en los ojos por los que conocí las lágrimas. Como si no hubiese otra
forma de ser, ni condición distinta que aquella que nos muestra la cadenza de
la vida, como un milagro de pan o de pez, de tierra o de mar, de campo o de
ríos, de azafates o explanadas de cielo. Como lo sigo siendo y lo seré más allá
de la historia que escribe el liquen en la secuencia de las adherencias
estelares.
Hija, que descubrí, madre, lo que fue tu
orfandad de arrullos, tu silencio en busca de ese cedazo que ya no estaba al
término de tu urdimbre, que se desprendió sin tú poder sujetar sus arneses, ni
detener aquella ausencia que marcó para siempre tus soledades.
Hija en los mediodías de tus pupilas
apagadas, en las noches en los que mi sístoles, que eran extensión de los tuyos,
se alargaba sin fin, para aliviar los dolores de los que jamás hablaste, pero
que reconocía en la propia tesitura estremecida de mis dedos sobre tus
insomnios.
En los reverdeceres que por instantes
fulguraban tu estadía sin cadencias en las esferas del asombro. Para
arremolinarme como un viento quedo sobre las lágrimas que nunca vertiste.
Para apaciguar los sonidos que eran extraños al canto melodioso que se
quedó detenido en el interior de tus cuerdas de mandolina.
Para llevarte cesterías de risas que
tomaba prestadas de los niños que vendrían y que tú no conociste. Para
desenredar la madeja de tus cabellos que se convertían en aluvión de candiles
en los días de tinieblas. Para acompañarte, madre, en el designio riguroso de
tus velas encendidas y aquel pañuelo con el que cada vez pretendías recoger
desde la piedra enmudecida, aquel hilo que se descosió de tu pecho de pomarrosa.
Hasta que te fuiste, madre, en su
búsqueda. Y aunque otros crean que te guardaron entre piedras de sal, yo
desenvolví todos los linos para devolverte a la vida, para que trazaras tus
andanzas hasta donde te aguardaba tu madre, con una tela bordada en hilos de
fósforo, y se restituyera tu alegría.
Y seguí siendo hija, madre, y siéndolo
resurgí un día como floreciente aventurera de la armonía, y como los peces, las
tortugas, los osos, los escarabajos, brotaron desde los cimientos del maíz y la
miel, del nácar y el estío, del frugal campamento de los suspiros, del
desbocado trayecto por los océanos, los horizontes verticales de la risa.
Y esa piel aunada a tus corpúsculos de
hierba, madre, se extendió de pronto en cauces desmedidos de lluvia esparcida
en canales de nísperos y jobos, guayabas y almendrones, nuez y cardumen. Y ese
ser tu hija, me hizo parir este ser madre, que me define hasta el
siempre, como esta eterna transición entre lo que recibimos y entregamos, como
corredores de relevo que aún entregando el testigo, sigue adherido al puerto de
donde partió y al bajel que brotó del estruendo de su amor.
Y allí fui definida como las mareas
dibujan la orilla, la arcilla al cántaro, la lágrima al ojo, la risa a las
leyes del cosmos. Como cada ser cuya existencia solemne atraviesa el instante
minúsculo de este planeta de un sol y una sola luna. Y siéndolo, cada uno de
nosotros, escribe las leyes de la vida, del nacer y el renacer, de la ausencia
que no es más que el breve intervalo de una tejido a otro. Cada uno, único y
múltiple, hijo e inventor de un universo inextinguible.
Sólo, madre, que en este mundo, hace mucho
se quebraron los engranajes de un tejido que abarca todos los tiempos, todas
las cadenas, todas las trasmutaciones, que como un hilo conductor atraviesa
galaxias, escombros estelares prodigando su esencia al nacimiento de nuevos
fulgores.
¿Seremos acaso el único planeta empeñado
en tanta devastación? Ahora reducidos a este espacio de degredo, ¿a dónde
han ido a parar los hijos? ¿Qué han hecho de las madres que les han robado
hasta la respiración? ¿Qué ha pasado con la vida que hasta la tierra está yerma?
Hay que recuperar, madre, esa piel aromada
de higos, que envuelve el corazón. Ir a rescatar ese músculo apegado a cada
húmero de donde nace el abrazo. El canal que irriga el pasado presente y
porvenir en creciente de un río galáctico. Hay que ir a juntar los pedazos
rotos de los que somos. Devolver la lágrima a la vasija de los ojos. Los
amaneceres a la hierba. Las noches a las estaciones de la luna.
La risa a la
boca que quedó exhausta de tanto gritar buscando rehacer ese hilo que nos hace
madre de todos los hijos, que nos hace hijos de todas las madres, que nos
convierte por el meticuloso y perfecto engranaje de lo vivo, en esa pieza
diminuta, casi invisible sin la cual nada giraría en la órbita de las estrellas
más lejanas.
Por ello, madre, cada junio, regreso al
telar de donde vine. Voy con una aguja de cuarzo en las manos, un dedal de jade
entre los dedos, una tinaja de confituras lunares sostenida en el triángulo del
omoplato, al encuentro con el mágico hilo que llevabas, madre, enlazado a
la circunferencia de tu tristeza, y que tú recogiste como una liturgia, para
dejarlo grabado en el ala central de mis angustias.
De allí lo tomé para bordarlo irrefutable en los suspiritos de agua, la risa ruqui ruqui y los
ciruelos de mis niños, empeñada como estoy en dar las puntadas que algún día
contribuirán a construir el lienzo perdido de la vida.
Y hoy, madre, en este nuevo junio, puedo
decirte que ese tu hilo de malabares en flor, que se hizo urdimbre y telar, en
mi piel que es la tuya, y que es la misma que le entregué a mis hijos, cosida
con el piquito de un cardenal, navega con cadencia de adagio en tres veleritos
que en alta mar y viento alto sabrán encontrar siempre en su costillar el hilo
cosido de nuestro amor.
Y esa, madre, es la ofrenda que te dejo en este
junio y que te alcanzará volando en el velero de una estrella fugaz, en un
cometa de larga cola, o en el recorrido menguante de la luna, llevándote el
sabor de sus besos niños esculpidos en la piel del universo.