Y de pronto, cuando aparece la noticia, uno se da cuenta de que en verdad no cumplimos la función para la cual hemos sido hechos, como el pájaro y el árbol, la piedra y el guijarro, que es el de la conservación y la descendencia, pero mucho más que eso, la armonía y la belleza particular que cada cual tiene y mantiene, en su compleja y extraordinaria estructura molecular-espiritual.
Y se siente un vacío, como si hubiésemos dejado de realizar una tarea de grandes proporciones, porque se trataba de poner a dialogar sus árboles y los míos, sus pájaros y los míos, su Alfabeto del Mundo con mi Libro del Hombre, su soledad con mi nostalgia, su esperanza con mis embusterías.
Y no tengo como saldar esa cuenta con Eugenio, porque ya no podré decirle cómo sus versos se enhebraban con los míos y con los de tantos que anónimamente escriben portentosas biografías de árbolas y pájaros, de hierbas y constelaciones, y sobre todo, de esperanzas y porvenires.
Pero nos quedan tantas cuentas por saldar con el universo, el planeta, el continente, los mares y los océanos, con estos territorios que habitamos, desprovistos de fronteras, pero olorosos siempre a café recién colado, a guarapo de papelón, ofrendados por el corazón de la gente, que aún no comulgan en sectarismo alguno.
Entonces, me digo, como cuando me acerqué a Juan Sánchez Peláez, o cuando junté a Federico García Lorca con Luis Mariano Rivera, que es hora de sacar los alfabetos de los libros y las portadas, y aun de esta alta tecnología hecha para comunicar, pero que nos hace más incomunicables que nunca.
Es tiempo de dejar que las palabras salgan al aire libre, como quería Walt Whitman, que naveguen en la gota de lágrima de León Felipe, para que anclen en el corazón de la gente que las conoce de antemano, que le son familiares, para con ellas comenzar a hablar un lenguaje común, un sentimiento de hermanos que no admita vulnerabilidades ni injusticias, sino que fluya como la savia en las ramas, como el polen en el piquito de los tucusitos, como el hilo de agua que nutre a los riachuelos.
Si dejamos ir a Eugenio Montejo, sin hacer ese trabajo de alquimista que él realizaba y reclamaba, se nos habrá perdido entre las marañas de inconsecuencias y veleidades a las que estamos acostumbrados, y nosotros con él, seremos objeto de un árbol convertido en papel, y no al contrario: una palabra convirtiendo la hoja en mágico recorrido hacia el tronco arbusto del cual proviene, en labores de raíz y altura.
Porque cada vez que se nos va alguien que sabe dialogar con el tiempo, con el paisaje, con el ala de las aves, con la tierra, la ausencia y el amor, es como si se hubiese extinguido un bosque, secado una corriente portentosa de agua, clausurada una ilusión. A menos que salgamos a ejercer nuestro propio oficio de alquimista.
Porque cada vez que la pupila incandescente de un niño se reinstala en la retina de un transeúnte, y es capaz de reentablar la conversa detenida con todo aquellos que lo rodea, las flores, las mariposas, los insectos, los árboles, para de allí aprehender ese alfabeto del mundo que le permita, voltear a ver el rostro del hombre que camina en desasosiego a su lado, casi imperceptible, y darle, como quería Vallejo, un abrazo de hermanos, cada vez que eso ocurre el poeta renace y la vida despierta. Hasta que todos alcancemos ese don que nos pertenece por esencia y condición.
Ojalá el tiempo y la capacidad que no tuvimos de irnos a sentar junto a su melancolía para trazar juntos esas razones esenciales y definitivas que convierten ‘La tierra en el único planeta que prefiere los hombres a los ángeles’, nos sirva hoy para ese recorrido impostergable por la esperanza que nos permita al fin hacer ese deslinde definitivo entre los floricultores y los sepultureros, hasta que nazca al fin natural y espontáneo, colectivamente, esa clave en temple de bosque y vuelo de tempestades que requerimos para comenzar a ser en verdad hombres humanos.
Por su propio Autorretrato Dormido, sabemos que se fue con sus pájaros, hacia el mar incansable y la noche, hacia un horizonte inmenso que ya no partirá el mundo con un cuchillo largo, sino que lo andará zurciendo con sus hilos hechos de fibras de piedras, que habrá regresado la silla a su lejano árbol, tal vez al encuentro de ese otro planeta errante que gira alrededor de sí mismo, donde lo aguarda el amor de los amantes, residente por siempre de la tierra, único lugar donde en verdad se abren los párpados. Y allí en esos sitios estableceremos el diálogo en el calendario de los días vividos.
mery sananes
06 de junio del 2008
La ventana oblicua (1974)
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