Mejor detener el tiempo cuando
los dados están en el aire
Cuando no estás
en ninguna parte
estás en mí
Epitafio a Euridice
Se abre un libro y todas las palabras en tumulto
salen hacia sus sitios de origen. Saben que el papel es sólo la envoltura de un
sueño no alcanzado y de un dolor apretujado sobre sí mismo, aguardando hacer
travesía hasta la noche.
Y comenzamos a recogerlas en el cuenco de unas manos
vacías, como queriendo hacerle nido a los espacios en blanco que quedaron como
tinta indeleble en las páginas que fueron. Y así uno cerraría el libro y se
haría liana en sus palabras hasta alcanzar el punto exacto en el cual nacieron
asistidas de la raíz de un bosque desaparecido. Y de pronto advertimos que en
cada muro hay colgada una pequeña oración, que es nuestra.
Pero la oración no es más un suspiro retenido en las
pupilas que después de dicha, se marcha porque sabe que aún no tiene la
fortaleza necesaria para encender el mundo. Y queda la esencia de este
recorrido, que es un llamado, una palabra al pie de un abismo, una palabra
pronunciada en silencio, casi inaudible, para que los gendarmes no regresen a
por él, o por todos los demás.
Y RA se adhiere a las palabras ancestrales, para
intentar encender el mundo. [3] Por eso no se
sale ileso de su libro. En él está presente un hombre con una palabra ajena
asfixiada en su garganta. Y con un espejo roto entre sus manos que nos ofrece
la visión de nuestros destrozos.
HAY QUE RECUPERAR EL GESTO PERDIDO DE LOS AUSENTES
SER LOS REDACTORES DE LOS EPITAFIOS[4]
El dolor, lo sabía a plenitud Vallejo, no es medible,
ni comparable. Es como una herida que jamás se cierra. Un estremecimiento que
no se detiene, una honda fisura que recorre las arterias y que no alcanza a
purificarse. Y RA lo había recibido con esa fuerza de huracán que deshace los
designios y deja sólo devastación sobre las tierras que alguna vez fueron
prometidas y florecidas.
Este poemario -Los Ausentes- es así. La presentación
sencilla, clara, directa de un dolor que no alcanza a cobijarse ni en una ni en
muchas palabras. Él sólo la nombra para que cada quien haga con ella lo que
quiera. Y como toda pena se expresa con la sobriedad que se le reconoce. No es
un libro de simples lamentaciones “Tras tu muerte –le dice a la madre- No
quiero alabar a dios / sólo quiero recordarte.” [5] Y a su
hermana Silvia: “No existe una jugada en el tablero que te haga regresar ningún
lugar en el mundo desde el cual puedas contestarnos.” [6]
TENER LA CERTEZA DE HABER NACIDO EN
Es la especificidad de una congoja que escribe sus
partituras en la piel de cada uno de los días, casi hermético, pero tenaz y
sordo. Como si hubiesen desaparecido los campanarios y en la garganta del
hombre sólo quedara aquella estopa de la que nos hablaba León Felipe.
Sus padres, sus tíos, su hermana se hicieron humo en
hornos en los cuales las piedras siempre han reclamado esparcir el aroma de
panes recién cocidos. Y recoge las palabras de Jorge Luis Borges, que coloca en
uno de sus epígrafes, que nada de azar contienen: “Cómo puede morir una mujer o
un hombre o un niño, que han sido tantas primaveras y tantas hojas, tantos
libros y tantos pájaros y tantas mañanas y noches. Esta noche puedo llorar como
un hombre, puedo sentir que por mis mejillas las lágrimas resbalan, porque sé
que en la tierra no hay una sola cosa que sea mortal y que no proyecte su
sombra. Esta noche me has dicho sin palabras, Abramowicz, que debemos entrar en
la muerte como quien entra en una fiesta.” [8]
UNA FORMA DE MORIR QUE QUISO BORRAR
HASTA SU SOMBRA
Sin embargo, RA le tocó presenciar la muerte, no de
manera festiva, sino como ese tránsito silencioso al cual fueron conducidos los
suyos y tantos otros, quebrando en dos la sencilla función del vivir. Una forma de morir que quiso borrar hasta su sombra, para que la ausencia
también desapareciera tras el humo.
Digamos que RA al nombrar a los ausentes, procura recuperar esa huella, que retiene en sus pupilas y que esparce sobre estas cuartillas como
la memoria que habrá de perdurar.
Una bofetada a la indiferencia, a la inclemencia del no querer saber. Un libro que nos hace sentir responsables, como nos ocurre con cada una
de las tragedias que circundan al hombre atormentado que sólo alcanza a mirar hacia la muerte.
Un texto que nombra el dios del abuelo, ese dios de
Abraham, de Isaac, de Jacob que, sin embargo, se convirtió en el Dios del desamparo, de un inmigrante herido
por la muerte de sus hijos. Un Dios mudo que perdió a todos sus interlocutores. [9] Y que no los ha recuperado. Por eso dice RA:
“escucho en el silencio esa voz que me dice nada ha cambiado.” [10]
Y saludo la capacidad de Rubén para deslizar una acusación
tan terrible como dolorosa, trazada a través de breves pinceladas, a sabiendas de
que a él no le ha de tocar la descripción sino el resultado en el ser que sobrevive,
en el mundo que sigue girando, y en los seres que estuvieron presentes sin
estarlo.
ULISES SIN PENÉLOPE
MOISES SIN TIERRA PROMETIDA[11]
Su libro impresiona por su capacidad de sintetizar en
una línea la geografía del dolor. De hacer girar un vocablo y que de allí se
dibuje en el aire un zapato sin dueño, una tela rota que ya no cubre ninguna
ilusión, un pañuelo que dejó su residencia para ir a volar en el viento de los desventurados.
Y de pronto dibuja en estos versos toda la
inclemencia de un padecer que no cesa: “Mi lengua materna es un susurro en
Yiddish” [12]
Y convoca a la abuela Raquel, que pertenece a esa estirpe que nombra Jacques
Derrida: ¡Velan, tan pacientemente, sin decir palabra, por el tiempo que pasa
sin pasar.” [13]
La abuela que enciende las velas en el shabat, la que no cree en el tiempo, ni
en los relojes, que tampoco cree en los nazis, las esvásticas, las cámaras de
gas ni en la muerte.” [14]
CONCHAS DE PAPA PARA EL DESAYUNO
DOS TÍOS MUERTOS PARA EL ALMUERZO
OSCURIDAD, MUCHA OSCURIDAD PARA LA CENA[15]
Y Rubén sabe que esa oscuridad perdura más allá de
una historia que dice enmendarse y que sin embargo da continuidad al mismo
calendario de penas. Sabe que no es posible dormir hasta que termine la guerra,
porque hasta ahora resulta interminable y toda paz no es más que un intervalo
que se produce para que los negociantes de muerte busquen acuerdos y sellen
complicidades para que todo siga igual.
SOMOS LA NOTA DISONANTE
LOS QUE SIEMPRE PARTEN ANTES DE LLEGAR[16]
Y para ello las culpas se reparten para justificar
las acciones. La paz se promete para
darle continuidad a la guerra, mientras se etiqueta a todos, para que nadie
confunda su deber de morir, con un deseo de convocar una vida distinta.
Un verbo en pasado estalla en el porvenir dejando su
honda huella de ausencia, mientras aguarda un renacer que no se derramó de los
kadish no susurrados, porque el único duelo fue humo en las chimeneas del
horror.
Los ausentes, traspasando toda destrucción, regresan
en el canto silencioso de RA, a buscar refugio en el corazón de los suyos. Tal
vez sólo para enseñarnos que todos ellos y los que se le suman, numerosos,
innumerables, en números desproporcionadamente inmensos, somos todos.
LO MEJOR ES QUEDAR SUSPENDIDOS ABRAZADOS
SIN REGRESAR AL POLVO Y LA TIERRA[17]
Y la ausencia es un grito que atraviesa los cielos
nublados, el hollín de los árboles talados, para convertirse en bocado de fruto
aún no nacido, en revuelo de alas aguardando nuevos bosques, en susurro de un
vivir estrujado entre olvidos y desmanes hechos ley de la muerte.
Y la vida, que eternamente revierte todo aquello que
procura destruirla, asciende por los espacios blancos que dejaron los ausentes,
y los habita con fortaleza de abuela, con ese amor de madre, y ese deseo
infinito de dormir hasta que termine la guerra.
Pero ese es el deber y el oficio del sobreviviente,
ese que aguarda que lo llamen para aprobarle su solicitud: no quedarse dormido
mientras perdure una guerra que se extiende cada vez más, a retazos, en
fracciones. Para que la suma no se apunte, ni las lágrimas se cuenten, ni los
kadish puedan consagrar la celebración de lo vivo ante la muerte.
Y el sobreviviente se hace verbo en gerundio
inacabado, avanzando con los ausentes de todos los tiempos, sin tablilla, ni
número, sin pan y sin nueces. Ya sin su pañuelo roto en el pecho, convocando un
vivir en el único silencio donde es posible escuchar el canto extinguido que
quedó resonando en la garganta de todos los que fueron abruptamente aventados
hacia el morir.
SOY UN ESPECIALISTA EN CENIZAS Y ME
AMAMANTARON CON LAS CENIZAS DEL EXILIO[18]
Y todo eso es este libro, sin estruendo, pero con el
vigor de quien sabe que habla no por sí mismo sino por todos los ausentes. Por
eso dice: soy especialista en cenizas / tengo variados postgrados / conozco las
hogueras calcinadas / las cámaras de gas / las conozco desde antes de nacer./
He tenido muchos rostros desde hace miles de años / A mí me amamantaron con las
cenizas del exilio.
Un libro verdaderamente estremecedor, que hace un
recorrido sobre la ausencia para dejar grabada su presencia en cada eslabón de
una historia a la cual le había y le siguen expropiando la vida. No es poca
cosa cuando no se sabe si mañana van a hornear el pan o te van a hornear a ti.[19]
El poeta
advierte entonces que este mundo es un error. Y que la vida está en otra
parte. Un hombre silencioso y silenciado que sólo pide que sus (nuestros también)
sigan conversando cuando ya no estemos sentados en la mesa.
¿Cómo atrapar este dolor que navega entre dos
mástiles sobre un océano de cenizas, sin viento ni velamen? El libro no
concluye al cerrarlo, como no concluye jamás la vida aunque la muerte la haya
cercado.
RA ha dejado su testimonio, su razón de ser en este
libro que se convierte en un rezo sin templo, una oración sin dioses, una vida
entonando un kadish para celebrar el amanecer que será y para espantar las
tinieblas que se esparcieron sobre ellos.
HAY DÍAS EN QUE TODOS LOS MUERTOS LLORAN[20]
No fue un epitafio lo que escribió Rubén, sino la
antesala de un canto de resurrección de un tiempo y un vivir sin ausentes,
donde se hagan realidad los sueños postergados desde hace miles de años. Sabe
bien que hay días que todos los muertos lloran y que todos los muros de la casa
son Muros de los Lamentos. Y que hay que ir a buscar las palabras ancestrales
para encender el mundo, descubrir el velo, regresar al centro.
Y este es su credo: hay que volver la página,
recuperar el gesto perdido de los ausentes, sentir más allá de nuestra
precariedad el pan nuestro de cada día, alzar las manos aún sin fe, resucitar a
nuestros muertos. Aprender a alucinar en pleno día para poder ver lo que nadie
ve. [21]
Tiene la certeza de que “Vendrán los pájaros en fuga
/ en septiembre / cuando las hojas caen / y la tristeza se cuelga de las ramas
/ Seremos pasajeros / ligeros, / alados / Partiremos con ellos en el atardecer
/ Volaremos sin dudas, sin desencanto / con la melancolía de tus ojos / Con el
arrebato rabioso de nuestro sueño intacto / volaremos ya sin el pesado fardo de
la vida.” [22]
Esas son sus señales. Y son nuestras lámparas de
tierra, sembradas en todo el planeta para que no haya ausentes ni olvidados, ni
desplazados, ni muertes impuestas, ni vida exilada de la casa del hombre. Esa es la ofrenda que nos deja Rubén
Ackerman, quien ahora estará escribiendo en su nuevo solar el libro de quienes
permanecen más allá de todo horror.
mery sananes
12 febrero 2018
NOTA
Conocí a Rubén Ackerman (Caracas 1954 – Cuenca 2017)
por un muy hermoso texto que le escribiera Yoyiana Ahumada, a la hora de
despedirlo. Pero la vida es un azar que
no hay como torcerle sus desvaríos. Y el tiempo un velero sin velas que lo
mueve un timón inexistente. Apenas había transcurrido un año de la aparición de
Los ausentes, su único libro, cuando quiso partir también hacia esos predios de
la ausencia.
Recibiría, en noviembre del 2017, el galardón
correspondiente a la mención Ilustre Municipalidad de Cuenca de la VI edición
del certamen hispanoamericano de poesía Festival de la Lira, en Ecuador, cuando
su herido corazón estalló en estrellas fugaces en busca de los suyos.
Algunos de sus poemas habían ya dejado sus huellas en
“El ojo errante” y “102 poetas. Jamming”. En noviembre de 2014 se le dedicó una
edición del Stand Up Poetry. Los
ausentes lo publicó Dcir ediciones, en
Caracas, en septiembre del 2016. Falleció el 09 de noviembre del 2017, en
Cuencua, Ecuador.
[1] Rubén
Ackerman, Los ausentes. Caracas, DCIR Ediciones, 2016. 60p.
[2] Op.cit, p 4.Uno de los epígrafes colocado por RA..
[8] Jorge Luis Borges, “Abramowicz”
en Los conjurados, 1985.
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