Se llama Eugenia, una niña, que un día descubrió que sus ojos no sólo servían para mirar, sino para reinventar el mundo. Un acto de magia para el cual sólo hace falta abrir los párpados que, como sístoles, danzan rítmicamente en armonía con los rayos solares, las alas de los pájaros, el movimiento de una hoja, o las sinuosidades de una lluvia que no se detiene cuando su garúa toca la tierra sino que se eleva de nuevo como un espejo incandescente retratando su interior de arcoiris.
Eugenia lo descubrió, transeúnte de sus propios pasos, buscando el silencio tras la algarabía y la razón del agua en los pétalos de una flor. Pero no sólo lo hizo, como suelen hacerlo los niños a quienes nadie les ha arrebatado su infinita capacidad de ser espectadores de lo esencial. Sino que además se nutrió de esa alacena de vida y tan maravillada estaba que un día decidió dejar sus huellas en papeles sin otro propósito que el de describir la hazaña de los milagros que se vuelven cotidianos.
Y Carlos Morales, ese misterioso ser que viaja por las palabras como si fuesen estrellas de constelaciones que aún no han nacido, para luego recogerlas y reordenarlas en la circunferencia alada de los asombros o en el barro de un toro, en su incansable oficio de recolector de encantamientos, ha tomado esos papeles, que la madre poeta iba guardando en el cofre de sus memorias, y puso a andar este libro, cuyo prólogo transcribimos aquí.
Invitamos a leerlo, como anticipación a ese texto que buscaremos para ofrendarlo a los enamorados de la vida, en la convicción de que en cada corazón de niño anida una Eugenia, una mirada que traspasa los dinteles de las ventanas, un río de murmullos que descifra la sabiduría de todo lo que existe, para que cada uno pueda aprender a experimentar, como ella, la breve sensación de que la vida cambie y descubrir que hay una rama en un árbol que puede ser diferente a todas las demás, porque es una rama que nada más sirve para la alegría de los rayos del sol.
¿No es ese acaso el verdadero oficio del hombre sobre la tierra? Eugenia y Carlos pertenecen a estas Embusterías, cuyos predios quieren alcanzar la estatura de esa rama única que sirva para reflejar la alegría del vivir. mery sananes
-Prólogo a Ahogada sirena, La,
El Toro de Barro, Tarancón de Cuenca, 2001-
por Carlos Morales
"El pequeño mundo que va rodando, siempre pone la misma luz./ La misma función hace todos los días a la misma hora./ La vida es siempre un agujero que da la vuelta"...
Acaso cansada de "ese" mundo, cansada también de "sonreír a la fuerza/ y guardar en el bolsillo/ un vuelo de pájaros",Eugenia León -tenía entonces nueve años de edad- decidió rescatar su propia "luz" un día y dibujar con ella las sombras de su vida con aquellas palabras misteriosas que entonces estaba empezando a frecuentar: quería experimentar "la breve sensación de que la vida cambie". Pero no le fue fácil, porque una cosa era jugar, "soltar las palabras" hasta que se perdieran, y otra, muy distinta, diseñar un nuevo orden para las cosas que habitaban en ese territorio desconocido que, lleno de acontecimientos encantados, le había entornado la puerta. Ella sabía quién era, y cuál su oficio: "me echo -nos cuenta- en un cojín, y contemplo las rosas hasta que se duermen". Tenía muy claro, también, cuales eran sus “limitaciones”: "mi negocio es agacharme/ y coger una flor/ y ponerla en un jarro/ y echarle agua./ No sé hacer otra cosa". Pero dispuesta como estaba a "levantar la ciudad/ para que pase por debajo el camino del sueño", y aun a sabiendas de que escribir era "como encerrarse en un rincón sin paredes", Eugenia acudió a la escritura, y la escritura le devolvió -con creces- su milagro y, con ella en la mano, al modo de una llave, atravesó el umbral y contempló, admirada, que quien salía del "aro" era "otra persona" capaz de ver lo que nadie podía ver, y de experimentar, gozosa, esa otra vida que transcurre en silencio muy dentro de la vida.
Y el mundo de Eugenia comenzó, de repente, a cobrar forma. "Me asomo a la terraza -nos cuenta-/ y viene a acariciarme el invierno los brazos" y "veo caer lloviendo todas las enredaderas". Recuerda haber visto desde allí "una rama en un árbol, no como las demás./ Una rama que nada más servía para la alegría de los rayos del sol". También recuerda cómo un día su "pájaro amarillo abrió sus plumas,/ y mirando por la reja de la tristeza empezó a cantar"; y ahora, cuando, apoyada sobre la balconada, ese mismo pájaro se escapa de sus manos, percibe que, de pronto, "ha pasado un Ángel". Se acerca, después, a la chimenea de su casa, se sienta en su cojín, y escucha los cantos doloridos de la lumbre hasta que, de repente, cae en la cuenta de que "me he perdido en el fuego, y no encuentro la salida de una llama". Decide respirar el aire pero, tras saltar "la tapia de la lluvia/ al otro lado encuentro el silencio del agua"; sale "a buscar el margen de la noche/ y sólo encuentro un ramo de glicinias". En su mundo, "cruje" el otoño, el viento dibuja las cosas con los árboles y, oculta en las umbrías, existe "una fuente/ llena de días/ que sólo sirven/ para el recuerdo". Y vuelve al hogar, donde una mujer le espera con un lunar que parece "un granito de arena que cae del reloj", y al verla se da cuenta de que "cuando mamá sonríe, abre y cierra los labios/ como un tulipán rojo". Absorta frente a ese enorme espectáculo -"todo es resplandeciente en el querer"-, Eugenia se empina hacia esos ojos grandes que todo lo ven: "en el campo nace la brisa. Yo te la traigo. No tengo otro regalo". Por un "aro" Eugenia pasó, y otra persona salió que supo abrir un cauce para el "sueño" en el angosto mundo de todos sus mayores.
Y ahora me cuesta reaccionar, pues hasta "despertar es como desenrollar una cinta roja". Estoy leyendo, Eugenia, los poemas que dejaste en los armarios, sobre tu mesita de noche, ocultos en las páginas a lápiz de tu cartilla escolar, los poemas que fuiste olvidando en tu blusa de domingo, los mismos que, amorosamente, tus padres recogieron para que nunca olvidaras, Eugenia, que tuviste una niña dentro que sólo te cantaba para no morir de asombro ni de tanta ternura. Ante su rara precisión, solo alcanzo a reconocer lo mismo que tú misma dejaste escrito para Vicente Aleixandre: "no es fácil reconocer el precio/ cuando comercio con tu manera de imaginar las cosas". Leo tus palabras. Me cuentan que "un cortijo te atristeció" un día en que viste un olivar que se alejaba de la memoria "como si fuera a morir" y que, siendo el amor "una hoja de un árbol", cuando la hoja se cae "es cuando se separa el amor del corazón". Me dicen, también, que "un barco, al alejarse con su humo escribe palabras en el cielo"....Palabras en el cielo, sí, las palabras menudas de un libro que leo frente a esa lumbre que no quiere -que no puede- dejar de cantar...
Palabras -las tuyas- que me cuentan lo mucho que perdimos los poetas de mi generación -incluso los peores- cuando decidimos olvidar que la imaginación también existe; cuando, sometida nuestra visión, nuestro lenguaje, a los principios racionales que nos atan como esclavos a la realidad que vemos, renunciamos a ejercer nuestro derecho a crear de nuevo el mundo con las cosas que no podemos ver, las cosas pequeñas que la imaginación nos acerca cuando nos roza el hombro y nos saluda con el tasco suave de sus dedos. Eso me digo, Eugenia, cuando cierro tu libro, cuando abro puertas y ventanas y saludo al Ángel que, a mi lado, acaba de pasar bajo tus glicinias con una flauta en la mano: el Ángel que me deja en la boca toda tu verdad, esa extraña música que ya nunca podré cantar porque a mí se me murió el "pájaro amarillo" entre las canas del alma y, sin él, escribir es "encerrarse en un rincón sin paredes".
Y eso me atristece cada día un poco más, Eugenia, y no sé como decirlo...
Posdata.-
¿Sabes, Eugenia? Desde que me enteré de la muerte de tu padre, no he parado de escarbar en los viejos cajones de mi vida para encontrar una manera hermosa de decirle que me alegra haberlo encontrado en el camino. Y lo de "alegra" -bien lo sabes- no es banal, porque Rafael era uno de los hombres más divertidos y ocurrentes que he conocido en mi vida. Y me da que este prólogo que tallé para abrir la edición de los poemas que escribiste cuando eras una niña, y que tu madre -por fortuna- iba recogiendo en silencio sin que te dieras cuenta, volverá a ser el mejor abrazo que un hombre puede recibir...
Recuerdo que, hace ya muchos años, allá por el 84, y con motivo de unas jornadas de poesía en Cuenca a las que fui invitado por Enrique Trogal y por mi maestro Ángel Crespo, publiqué un artículo dedicado a tu madre, María Victoria, a la que vi bajar absorto por las escaleras de la Posada de San José toda vestida de blanco, con un único y sencillo collar de piedras blancas en el cuello mientras él, Rafaél, la esperaba cuan largo era entre quejíos de guitarras, vino y humo de picadura y de pipa de ángel. Todo calló ante la presencia de tu madre descendiendo lentamente por los flacos escalones de nuestro corazón; cesaron las guitarras, congelados en el aire quedaron los quejíos, y las copas a medio levantar y sin llegar a la boca... Sí, todo calló ante la sola presencia de María Victoria bajando los escalones, uno tras otro, con su vestido blanco...
Yo entonces, que no era más que un chaval brutote de no más de veinticuatro, de tu madre solamente conocía sus poemas, que me habían encomendado presentar y me tenían absolutamente deslumbrado; pero a ella no lo conocía, no, a la mujer no... y, entonces le pregunté a tu padre y a Ángel el nombre de esa mujer que desembridaba a su paso los corceles del silencio. "Es María Victoria Atencia", me dijo el ángel pipa en boca; supongo que yo debía tener una cara demasiado cómica, porque tu padre, levantando el entrecejo y su enorme estatura, y totalmente muerto de risa, llegó a decirme con dedo admonitorio y obispal, "¡para, Toro, para ...detente, que esa mujer es mi santa esposa!"...Recuerdo, sí, lo recuerdo como si fuera ahora, que, al recibir la copia de aquel articulo tan atrevido que algún día, no tardando mucho, publicaré, tu madre me llamó halagadísima por teléfono "porque has hablado menos de mis versos que de mí", pero entonces tu padre, tu divertidísimo padre, le quitó el teléfono y me dijo, "oye, muchacho de Cuenca, espero que sepas usar la espada del soneto, porque a este paso te voy a tener que retar a duelo al amanecer"...Lo que pude reírme...
Ay, Rafael, tu padre, el califa de Málaga y la alegría, el poeta Rafael de León, ese junco alto, elegante y divertido, de día de noche encaramado a La Farola de su más hermosa Victoria, el hombre al que hoy recuerdo con una sonrisa en los ojos...y con una flor blanca prendida en la solapa...
2 comentarios:
Por razones que no vienen al caso dejar caer aquí, sobre esta mesa hermosa en que dejas caer tus glicinas, esto geste tuyo me ha conmovido especialmente. Sobre todo porque afecta a uno de los riesgos más hermosos que, como editor, he tenido la suerte de afrontar, y porque de algún modo me servío para abrazar de nuevo a Rafael de León, que acaba de morir, y a esa gran poeta que es María Victoria Atencia, que tuvieron el talento suficiente para hacer que el de su propia hija -Eugenia- se multiplicase casi hasta el infinito...Gracias, Mery, gracias...
Que distinto sería todo si viviéramos en un mundo de Eugenias, Merys y Toros de Barros.
JB
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