Cuando le tocó a su padre y su hermana no podía hacer otra cosa. Su hermano había hecho algunos reparos pero terminó sentado al lado de su madre.
Andrea, la jefe de cocina y Luis Pedro, su ayudante y mandadero, quedaron en el lugar donde siempre estaban.
Cuando Sebastián Adolfo enfermó y vio cercana su despedida, pensó en algo muy duro: ¿Quién cuidará y acompañara a mis queridos difuntos? ¿Quién velará por mí, ya embalsamado?
Por primera vez en muchos años dudó de su profesión y dijo haber entendido que no se sigue vivo por estar embalsamado sino por haber tenido compañías y amor. Eso fue lo que él quiso seguir cosechando con sus embalsamados. Por eso la dura defensa de su oficio. ¿Pero a quién darle la compañía y el amor que no se tiene ni se tendrá?
Y de tanto entender que somos muchos los que esperamos por las compañías del amor, surge la necesidad y el oficio de sembrador de eternidades.
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