jueves, diciembre 03, 2009
RAMÓN SANTAELLA - SUEÑO
René Magritte
Cuando alcanzamos edades que nos comprometen con eso que llaman vejez, intentamos caminar sin exigir la compañía que no tenemos o hemos querido merecer, aunque el trecho largo o corto del camino recorrido haya sido andado, dibujando cada una de nuestras huellas por si esa aún ausente, pudiera llegar algún día y el encuentro sea a tiempo como esperado. Mientras tanto, continuaremos la marcha que nos impone el viejo reloj de la tierra, tejiendo deseos entrelazando pensamientos y sueños forjados, en cada uno de los pasos trazados, por diferentes que parezcan en el encuentro con las edades.
Jamás caminaremos solos los ancianos. Son tantos los recuerdos y las experiencias de vida, que no alcanzaría el tiempo de las horas ni los días, para sacarlos todos de la memoria y construir el pasado a la perfección de los sueños, donde tristezas y alegrías conforman una unidad de acumulados momentos. Único tesoro no envidiado ni repartido al momento de la despedida.
Se aprovecha cada instante de consciencia plena para soñar que hemos olvidado el pedazo del camino que aún nos falta por andar y jugamos a correr hacia el recinto del silencio, donde la intimidad se hace cómplice del diálogo entre ego, orgullo, vanidad y existencia, sin percatarnos que nuestros pasos compiten entre sí, pretendiendo ser los mismos de antes y tener que conformarse con soledad, única compañía disponible.
De rato en rato, ese trozo de camino que aún falta por recorrer se nos hace largo y advertimos con el esfuerzo realizado que aún transpiramos. Gotas de sudor llegan hasta la punta de nuestra nariz, donde se balancean como universos de rocíos en el pétalo de la rosa madrugadora, hasta precipitarse sobre el camino. Cada gota de sudor es reemplazada por otra en un constante cambio de posiciones como si quisieran jugar con el tiempo y construir estalactitas y estalagmitas que irremediablemente terminan rompiéndose con la realidad de cada paso elaborado, mientras el polvo del camino las devora una a una.
De pronto, sin advertirlo siquiera, sueño, me encuentro en el umbral de una puerta poco común, tan ancha como alta en su estructura. Está adosada al interior de un arco que pasa casi desapercibido entre el movimiento tenue de una bruma que se desplaza en dirección ninguna, siguiendo el compás de los segundos.
Resulta un tanto extraño pero no percibo pared alguna a su rededor que dibuje el marco que la anida; no sabría decir si es nueva o vieja construcción; al instante, me resulta de color azul marino claro y en ocasiones, se pierde en un halo de luz blanca que hace poco posible saber de dónde proviene, lo que me hace dudar sobre el color real de su estructura.
No obstante, puedo percibir su cuerpo elaborado con estrechos y largos tablones, tal vez, de cedro o caoba, unidos entre sí para evitar rendijas que dejen escapar la luz de su interior desconocido, son fuertes las pletinas de hierro y grandes los remaches del mismo material de la forja, cuyos cabezales recuerdan hechura de grandes botones en nácar, en un contraste y armonioso sentido de tonalidades casi desapercibidas.
¡De pronto! La inmensa puerta parece abrirse lentamente ante mis ojos que poco alcanzan a ver en su interior. Mis manos las siento atadas a la espalda y la ansiedad por palparla crece tanto como su figura misma. No hay producción de ruido alguno que permita sospechar que es una acción dirigida. Lo cierto es que no logro divisar persona que me invite a pasar, pero lo intento por pura curiosidad.
Intento apartar con mi cuerpo la espesa bruma que lo cubre todo, no oigo palabra alguna pronunciada que haga sospechar una voz de mando como si se tratara de la puerta por donde escapan los silencios y la luz que invaden las memorias de manera desigual entre las gentes, más aún si se está convencido de haber asumido las edades como corresponde.
Solo una tenue y silenciosa brisa toca mi cara. Pareciera susurrar en mis oídos la invitación esperada cuando ya he pasado del umbral. Ahora, observo un patio grande, perfectamente cuadrado, cuya forma, al igual que ocurriera con la puerta, se extravía cada vez entre la bruma que invade los recintos.
De pronto, llama nuestra atención un corredor bordado en arcos y columnas que recuerdan culturas antiguas en la historia del arte universal, pero de nuevo, la bruma impide distinguir el piso que parece perderse en el infinito horizonte de nuestra mirada escudriñadora en asombro.
Ahora, casi me atrevería asegurar que no hay espacio definido más allá de arcos y columnas, la niebla es cada vez más intensa como si fuese provocada. Mi vista se acorta entre las diversas distancias y tamaños de cosas estructuradas. La bruma adquiere densidad de silencio obligado. Luego, un olor de azucenas en plena apertura invade los recintos cada vez menos perceptibles desde el espacio poseído y no me atrevo a mirar hacia abajo por temor a no divisar el trozo de suelo que me sostiene.
¡De pronto! me veo haciendo camino hacia los arcos y columnas que se alejan en la misma proporción con cada uno de mis pasos. Tropiezo con un material duro. No puedo dejar de mirar. Es un saliente de la acera del área por donde transito. Continúo caminando, respiro profundo y preciso una fuerte transpiración. Estoy en otro ambiente. Han desaparecido puerta, arcos, columnas, bruma, solo queda el silencio de la soledad cotidiana.
Intento reconstruir mis pensamientos. Alguien saluda y da el “buen día” acostumbrado. Finalmente “despierto”, respondo el saludo, hago consciencia de lo “vivido” y aún me queda tiempo para inventar y perderme en la aventura de otro sueño, donde no haya recintos misteriosos, sino bosques tropicales, armonizados por el canto de los pájaros y el suave sonido que producen las aguas al rebasar los cantos rodados residenciados en su cauce.
Es necesario inventar sueños al gusto y placer de soledad, mi eterna compañera, mientras llega la hora de nuestra despedida.
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