Por esos inusitados y siempre sorprendentes cauces electrónicos me llegó este texto de Sumito Estévez. Conocía por referencia las exquisiteces de sus preparaciones y el ritual con el cual las ejecuta. Había obviado, por esas inexcusables prisas en las que siempre andamos, que la cocina es uno de los artes más hermosos, más apasionados, más oferentes y más constructores de afectos, solidaridades y amores.
Y sobre todo, que no es un oficio cualquiera, como en realidad ninguno lo es. Sólo que hay que encontrarle la esencia, el encantamiento, lo móvil. Un plato servido es como un lienzo que se va llenando de colores, texturas, aromas y belleza. No importa su opulencia, ni los ingredientes de los que está hecho. Importa ese movimiento de las manos y los dedos que va moldeando, inventando, dándole forma a la que ya lo tiene en la naturaleza.
El resultado siempre es un gesto amoroso, ya sea en la panelita servida para mojarse en el guarapo que la madre saca de los pliegues de su corazón para remendarle el hambre a sus críos, o en la exuberancia de un cruzado con vituallas recién extraídas de la tierra.
Y este texto de Sumito revela y refleja esa magia o esa fantasía que él mismo menciona. Y sentí que en estas Embusterías tenía un sitio especial. Aquí les dejo el texto y la nota que le envié de respuesta. Disfrútenlos cerca de un fogón, de alguien a quien amen, y degustando algún manjar de la niñez, de esos que salen de las manos siempre volantineras de una madre. ms
Los cocineros tenemos fantasías. Por ejemplo, tenemos la fantasía medio morbosa de que somos omnipotentes castigadores capaces de decidir entre la vida y la muerte. Hábilmente escondemos esa fantasía con el argumento de la frescura extrema y nos lanzamos ávidos contra la mar, nuestra principal víctima ¡No es lo mismo decir "compré pescado fresco", a afirmar que el mismo estaba boqueando cuando llegó a nuestras manos!
La primera vez que fui al Mercado los Cocos, en plan exploratorio para mi restaurante, vi cuando llegó una caja aun chorreante llena de Pez Sapo (capaz de engalanar hasta el mas soso caldo) y tuve que contener el impulso natural de tomar uno con las manos ante la fuerte advertencia del vendedor "¡Cuidado! todavía están vivos y si le agarran un dedo, no lo sueltan hasta quitárselo"... Esa noche cuando vi borbotear la blanquísima carne en el gelatinoso caldo con tomate y ají dulce margariteño, era un cocinero con una sonrisa tatuada. Uno que vivía una fantasía.
Los cocineros tenemos fantasías. Por ejemplo, tenemos la fantasía de que tendremos un restaurante perdido en medio de la nada al que vendrán viajantes en busca de cobjijo y calor de fogón: los famosos restaurantes de provincia.
Tengo un restaurante llamado Mondeque en una isla que vive de los ánimos colectivos de los temporadista que nos visitan. Obviamente nadie viaja a la isla exclusivamente para probar nuestra comida, pero debo confesar que cada vez que veo entrar por la puerta caras conocidas a las que atendí por casi dos décadas en la capital, se me ilumina el alma y por un ratico fantaseo con una Venezuela llena de pequeños restaurantes regados por su geografía, por los cuales un viajante estaría dispuesto a iniciar el periplo.
Los cocineros tenemos fantasías. Por ejemplo, recurrentemente fantaseamos con un retiro que irónicamente es trabajando en lo mismo. A muchos les he preguntado, y todos han contestado los mismo: "Un restaurante frente al mar. Una pequeña Posada en la montaña. Sumo, ese será mi retiro". Creo que esos chiringuitos representan la fantasía de la libertad plena. Todo cocinero se inicia al mando de "su cocina" cocinando lo que su primer patrón le indica (comida italiana en mi caso), posteriormente cocinan lo que creen inversionistas que usan palabras como mercado y retorno; y ya en tiempos de ir consolidando una estructura económica que medianamente garantice el retiro, cocinan muy pendientes de seducir hasta el último de los caprichos. De allí que fantasear en un lugar del tiempo y del espacio que se parezca a los domingos en nuestras casas no es descabellado.
Me ha tocado un "retiro" con muchos años de antelación. Amaneciendo me llama mi socio Mauricio aun excitado por los medregales que logró ganarle a otro comprador a las tres de la mañana y yo espero paciente que sea una hora a la que Soleil (Mi jefa de cocina) ya esté despierta para indicarle que haremos ese día. Pasa y honestamente no me creo inmerso tan temprano en esa fantasía. Esa noche habrá un medregal con teriyaky de papelón y salsa inglesa... mañana no. No tengo menú, la isla me ha regalado la fantasía de la pizarra que se reinventa cada día.
Los cocineros tenemos fantasías. Por ejemplo, fanteseamos con esos países en los que cocinan maridados con las estaciones ¡Comenzaron a verse alcauciles! dice Narda Lépez en su Twitter, ¡Temporada de trufas! gritan este mes los diarios de Europa. Vivir en una isla implica depender de las decisiones de quienes "importan desde tierra firme", y ello lleva muchas veces a volcarse a la calle tras la búsqueda que llene despensas vacías.
En la intercomunal vieja que une Los Robles con La Asunción de mi isla de adopción, se para un viejito todos los día a vender lo que posiblemente le arranca a un conuco. ¿Todavía le quedan Cotoperis, Pomalaca y Mamey?, le pregunto. Ante su sentida negativa de viejo que desea complacer, y aceptando su ofrecimiento de los rercién aparecidos Tamarindos Chinos, siento que vivo en un país bendito al que se le suceden las estaciones. No puedo evitar sonreír. Mi trufa se ha convertido en tamarindo y terminarà en un plato con un Cacumo que me abraza con su dialéctica de provincia.
Los cocineros tenemos fantasías. Por ejemplo, fantaseamos que el conjuro a nuestros horarios es trabajar la mismas horas de siempre, pero acompañados de la familia. Cada noche, cuando en nuestro Mondeque la veo a ella en la caja y a la niña atendiendo a los clientes, entiendo que, sin haberme dado cuenta en que momento sucedió, besé al sapo.
II
Agradezco al enólogo chileno Daniel Greve, quien en una conversa primaveral en Santiago hizo que de repente me enfrentara, a través de la añoranza, a esta etapa profesional que vivo. Conversando con él de mi país, entendí algo que no había terminado por internalizar: Vivo en mi pequeña isla de la fantasía.
Sumito Estévez
05 de noviembre del 2010
Sumito
Siempre he creído que la cocina es un lugar mágico, que los alimentos no sólo nutren el cuerpo sino fundamentalmente el alma, cuando somos capaces de asomarnos a lo que son.
Cuando mordemos su esencia, nos regocijamos en sus colores, viajamos a través de sus hebras, sus hojas, sus sabores. Regresamos a la tierra de donde parten y alcanzamos las cimas más altas del cielo en su degustación.
Que es en torno al fuego, al pan que se cuece, al grano que se vuelve harina, al fruto que se convierte en almíbar, a las hojas que cantan su melodía de savia en los maceteros, donde se gestan las más grandes hazañas.
Que es el punto de encuentro mayor, espacio fértil para la imaginería, territorio abierto que siempre aguarda al visitante para escanciar sobre su tazón un café primoroso y humeante. Que siempre cobija a los de la casa con una sazón única que deja su estela desde las madrugadas para empapar el día con sus aromerías.
Tal vez por eso me gustó tanto tu texto. Porque le das alas a tu oficio, pero lo que es más importante, encontraste el sentido mayor y último de la artesanía que ejerces. Ese cuando la ves a ella en la caja y a tu niña haciendo volar tus delicias hacia el paladar de tus amigos. Porque es la cocina la que reinventa los afectos, destila los pesares, tan sólo con el hilo de un chocolate envolviendo el milagro de un titiaro.
Y ese asentarte al fin en los sitios en los que esá sembrado el asombro, que no las estadísticas, donde nada está previsto sino ese trabajo persistente del hombre que recorre los surcos o navega mar adentro con la atarraya de sus sueños de pez.
Allí donde todo está por inventar en el fogón, para conjugar colores pasteles con sabores fuertes, escritos con el cincel de los condimentos, y ese punto de dulzor que nos identifica con lo que somos.
Es lo que te permite amanecer con un anhelo de pomalacas que se te convierte en fiesta de tamarindos, en esa alquimia a la que sólo se puede llegar a través del amor.
Ojalá algún día me pueda llegar hasta tus sitios, esos de ahora, los que no tienen patrón, ni agenda determinada por los especialistas en economía, sino por las hierbas del día, los frutos que llegan recién salidos del mar, las especies que nos regalan sus aromas y tus manos de alfarero capaces de convertir el rizo de un perejil en la cabellera de un pez.
Te saludo afectuosamente desde mis propias embusterías, que son otra forma de crear islas de fantasía, tan imprescindibles en estos tiempos obscuros en los que vivimos.
mery sananes
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