Alexis
Siempre
quisiera uno escribir cartas cuya algarabía se desborde de sus márgenes y
alcance al destinatario para hacerlo sonreir, sin otra excusa que las ganas de
un abrazo cálido y permanente.
Tal vez ha
sido la manera de comunicarnos desde los tiempos largos en los que nos
conocimos. Una alegría que nunca perdimos, a pesar de que en medio de ella,
lo que más nos aproximó fue el dolor.
Imposible
olvidar aquel día en que se nos fue la Chili. No habia cómo comprender. El
silencio se convirtió en una especie de sinfonía de instrumentos mudos,
queriendo arribar a las contracciones del corazón.
Y desde
entonces los lazos se sellaron en el atril de la tristeza, aunque sabíamos del abrir a
plenitud de las alas para cobijar a los hijos que nos quedaban colgados de un
absurdo.
Sin embargo nunca pensamos que aquel torrente de oscuridades tocaría de nuevo el
umbral de nuestras esperanzas renacidas. Y ocurrió, hiriendo doblemente el corazón desasistido.
Se nos fue cuando acababa de llegar, cuando ya había inscrito en los días sus
rituales del amor, su torrente de risas. Y le quebró el torso a la hija, al
dejar entre sus manos solo los hilos del nido que comenzaba a enhebrar.
Cómo resonó aquel dolor repetido y multiplicado. Y Belkis y tú, fortalecidos, se irguieron
como un maguey florecido para quitarle toda sordina al viento y dejar que
recomenzara la vida.
Y lo lograron.
Como se alcanza los deseos en este mundo invertido, en este tránsito roto, en
estos tiempos ennochecidos y sin luna.
Con la sola
esperanza de los días porvenir, de ver multiplicados en los hijos las risas que
nos robaron sin aviso ni contingencia.
Ay! Alexis,
hermano del alma y de la vida, un nuevo golpe vino a resonar en tu pecho
curtido ya de penas. Esta vez fue el hermano, ese hermano de quien siempre
hablabas, al que te aferrabas, como la piedra al río.
Qué decirte
entonces que no te haya dicho. Qué lágrima entregarte que no hayamos ya derramado.
Qué fortaleza que ya no hayamos ejercido en ese afán de no dejarnos socavar por
dureza alguna.
Sin embargo,
necesito alcanzarte con el abrazo que dejé guindado de tus manos, la última vez
que nos vimos. Requiero que sepas que no he estado jamás ausente de tus días.
Y que en el
suspiro propio, entrecortado, contengo al tuyo y a la vez lo libero, porque aún
no concluye nuestra estación de tierra, ni acaba nuestro deber de amor.
A él estamos
atado desde antes de nuestro nacimiento y lo estaremos después que hayamos ido
a parar a los albergues celestes, en los cuales la energía tiene el destello de
una estrella fugaz, en un cielo habitado por millones de vías lácteas.
Sembramos
hijos y nunca dejaremos ni podemos dejar de ser jardineros, hortelanos,
cosechadores de florerías. Y las que he sacado desde mi propio sembradío de
lágrimas, te las entrego aquí envueltas en estas palabras que aún perteneciendo
al silencio, tienen la sonoridad de un violonchelo.
Te quiero
Alexis. Y necesito que una vez más emerjas
fortalecido de este nuevo tránsito por los canjilones de la tristeza,
para que tu humanidad siga siendo el
pilar de las sonrisas que estamos obligados a construir aún desde la hondura imprevisible de los acantilados.
Aún tenemos
que entregarle lecciones al aire. Bordarle suturas a los amaneceres. Tejer
guirnaldas con el canto de los pájaros. Arribar a la estación de los crecientes
sin quedarnos en los umbrales de la penumbra.
Todavía queda
la vida anclada al costillar, a la línea recta de un corazón desbocado, al
cordón por donde alguna vez corrió libre y sin atavíos, la risa de los
colibríes.
Aún queda
muchísimo por hacer, en tu escuela de idealidad avanzada, en tus aulas de
libros abiertos, en tus navegaciones por el horizonte de las aguas. En el
paladar de los hijos y los hijos de los hijos.
Déjame
recostarme en tus silencios y entre ambos abrir otra vez los
amaneceres.
Muuucho,
mery
21 de octubre del 2013