Las palabras tienen ese don de armar y desarmar estructuras, de nombrar la realidad y amoldarla a sus necesidades, de inventar una mentira y echarla a rodar por los siglos como si fuera una verdad incuestionable.
En este tiempo de violencias y miserias, las palabras se han convertido en el gran ropaje de la realidad, en la vestimenta de que se valen las ideas para no asustar al hombre. Como si el disparo pudiese acallar la bala y encubrir al asesino. Ese hablar deambula de boca de boca, repartiendo mentiras y engaños, que se convierten en el diario alimento de nuestras desesperanzas.
¿De qué palabras nos podremos valer entonces para nombrar al hombre? ¿Con qué signos iremos a hablar para que nos entienda el hermano? ¿Qué vocablos develaremos para hablar el lenguaje de la humanidad?
De la palabra-disparo que hiere el corazón del otro, deletreando una sílaba de sangre. La palabra-sepultura que acecha las destemplanzas del grito, para caer como un golpe sobre la tierra. La palabra que se vuelve lágrima ante la palabra-impunidad que recorre los corredores de una historia que no cesa de repetirse.
La palabra que se viste de gala para hacernos creer que alguna vez el hombre asistió a la fiesta de la vida. La palabra-papagayo que le cortaron el hilo y que aguarda su tiempo de ascensión. La palabra-horror que le inventaron a los hombres, para que se olvidara de la palabra-canción que la madre le susurró en la mañana de la palabra-mundo.
La palabra-sumisión que pide consecuencia. La palabra que los poetas pincelaron de colores para que se hiciera pasar por un arcoiris. La palabra noche de los truenos que no han encendido su luz sobre las nubes. La palabra que designa los tiempos que vendrán.
Venimos con una palabra-saeta que quiere abrirse paso, entre la maleza, buscando un territorio donde sembrar palabras-semillas que mañana produzcan palabras-frutos, para todos los hombres. La palabra-humanidad con la que habremos de entendernos algún día.
Y allí entramos en un territorio con muchas aristas, como una casa grande con innumerables habitaciones, que no tienen más ventanas que las palabras. Y entendemos que no es fácil la búsqueda de respuestas a tantas interrogantes que la palabra-dolor deletrea en las esquinas.
¿Y qué hacemos con ese puñado de palabras-señales luminosas, si ellas no nos sirven para detener al hombre que blande el arma para levantarla contra su hermano?
Allí la palabra-música nos aquieta el espíritu, la palabra-poesía nos reconcilia con el viento, la palabra-pincel nos revela tonalidades nunca imaginadas, y las palabras-ideas nos construyen incansablemente uno y otro sistema de signos donde todo tiene su debido lugar.
Podemos encauzar nuestra palabra-angustia en hacer cuadros estadísticos en el mapamundi del planeta para determinar dónde y a qué edades mueren las palabras-niños. Para eso tenemos especialistas en estudiar las causas de las palabras-guerras y de proyectar las consecuencias que tendrá el lanzamiento de las nuevas armas atómicas, en todas las latitudes de la tierra.
Los artistas son una fuente inagotable de palabras-saber palabras-belleza. Los científicos sociales, por su parte, anotan en cuadernos interminables las palabras-datos de todo lo viviente, clasificándolo, organizándolo, etiquetándolo, dándole nombres, comparándolo, sacando conjeturas, rescatando memorias y desmemorias, haciendo de todo lo que existe una permanente conversión en palabra-moneda, palabra-mercancía.
Pero cada vez que salimos de la casa del saber, en la esquina yace el mismo hombre muerto que hemos visto una y otra vez. Allí frente a él, ninguna de las palabras-respuestas aprendidas, ni las palabras-fórmulas escritas, ni las palabras-reflexiones leídas, logran devolverle la palabra-vida aquel rostro en el que se multiplica la miseria de todos los hombres.
Ese dilema nos recorre de principio a fin. Porque el hombre de la esquina nos recuerda cada día que la palabra-lenguaje que utilizamos sólo sirve para entendernos entre nosotros, que las palabras-ideas que elaboramos y reelaboramos, sólo tienen sentido dentro de nuestra inútil retórica, que los discursos que escribimos siguen encerrados en las habitaciones sin ventanas de una casa grande, donde no mora el hombre, sino la idea que tenemos de él.
Una palabra-idea con estructura e ingeniería distinta, que sirva alguna vez de palabra-viga de una historia de otro signo. Una palabra-corazón, como salida del horno, capaz de repartir pedacitos de pan fresco al hombre de la esquina.
Venimos entonces con la palabra-humildad que pertenece al linaje de los hombres condenados, con la palabra-sencillez que nos otorga el haber aprendido la lección de la vida en los ojos incesantes de un hombre muerto y de una palabra que espanta.
Lo único que queremos es que su voz colectiva resuene como un trueno, para despertar esa parte de nosotros de la que fuimos despojados, para que no podamos reconocernos los unos con los otros.
El resultado, es éste, un viaje de palabras inconclusas y de territorios que no acaban, en busca de la palabra-humanidad.
Ese es el reto que nos hemos propuesto y el difícil camino que hemos decidido seguir. Conscientes estamos de los inmensos obstáculos que nos aguardan y de la inmensidad de palabras-muros que intentarán contener el río de palabras-agua en dirección a un horizonte sin fin.
Y sabemos que esta labor es como la de un pájaro intentando alzar el vuelo en un túnel de viento que lo hace aletear incesantemente, sin saber, que está detenido en el mismo punto del cual partió. Sólo que algún día le crecerán las alas a la altura de los vientos gigantes y podrá ascender hasta alcanzar el polen de frutas que jamás ha conocido.
2 comentarios:
Sorprenderse, extrañarse
Pablo Mora
Leyendo a Mery Sananes
Trataremos de ir más acá del horizonte, a los pozos donde se esconde la angustia para llevarla lejos, lejos de la Tierra. Llegar a ser capaces de convertir los cascajos en gajitos, desde el territorio de los sueños, de los suspiros, del porvenir. Tendremos la alegría de encontrarnos con nuestros versos y extenderlos: en esa capacidad de leer en los charcos los conciertos que nos regalan los sapitos. Haremos de nuestros días no un cascajo de horas, sino un gajito de ilusión.
Si inventamos desde ya el futuro, lo estaremos atrayendo, convocando, haciendo posible. Hablamos del propio oficio de la palabra, de la poesía, del hombre que tratamos de ser. De nuestro trabajo aquí en la tierra, y en los delirios de un cielo poblado de azulejos. Estamos poniendo la atención en los más grandes retos que tenemos como pensadores, aspirantes a creadores, sembradores siempre de árbolas. No dejemos al futuro, al hombre ni al trabajo a un lado, hurguemos en ellos, a ver cómo nos ayudan a clarificar nuestros propios deslaves. Para las abrilerías, un tiempo azul de azulejos, que vista de lumbre las mañanas, un gajito de río que haga retoñar los guijarros y un bosque de árbolas, decididas a ser nube y aguacero en el pastizal de los cielos.
Resistir, pronunciarse, rebelarse, es necesario. Hacer volar los sueños. Hacer mover la Tierra. Lograr morir de pie. Pertenecer a una obra común, a un hombre común, a una hora y un ahora cósmico, común. Que nunca se nos nuble el horizonte. Que no crezcan los cráteres del miedo. Que no se empequeñezca la esperanza. Que el entusiasmo sea fe, energía; creencia, riesgo, fuerza, madrugada; la festiva grandeza del preámbulo, un desgarre de luces torrentosas, un mirar hacia dentro de nosotros, una crisis fulgiendo en fogarada; resistir el milagro de la vida, el abrazo del hombre que florece, la grieta que nos lleve al alumbraje.
Sin que nadie nos haya conferido el derecho de hablar por el otro, y ni siquiera por lo que creemos que somos, enfrentemos como altavoces los problemas circundantes. Sigamos encontrando en los abriles y en los mayos y en los inviernos las claves que la vida nos da, para que seamos portadores de linternitas de agua y de lámparas de tierra. Y hagámoslo con espontaneidad y regocijo. Desfacedores de agravios y sinrazones, de claro en claro y de turbio en turbio, enderezando entuertos, velando a pensamientos desatados. (PSA).
“Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a aprender.” (Ortega y Gasset). Asombrarse, la clave de la vida. El asunto es acompañar la vida a sol y sombra, donde sea preciso; saber de donde nos sacó el hechizo y contar con la última embestida. No importa el llanto o la final salida, la vida es solamente el compromiso de estar donde la vida misma quiso: al lado de la vida de por vida. Abundarán ventiscas y huracanes al dar con el confín de nuestros días cuando en batalla, casi como canes, lidiaremos las propias agonías. Disputarán, entonces, nuestros manes llanto, grito, dolor y rebeldías.
La maravilla de la palabra.
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