viernes, diciembre 01, 2017

¡QUE LA MUERTE ESPERE HASTA QUE LA LLAMEMOS!



¡QUE LA MUERTE ESPERE 
HASTA QUE LA LLAMEMOS!
mery sananes


Aún en el instante supremo
de la muerte, yo quisiera sonreír.
Pío Tamayo


Mi queridísimo Héctor

Tal vez sería más fácil no responder tu escrito. Pero nunca hemos elegido ese camino ni lo haremos ahora, cuando –como dices- ya le faltan estrellas al cielo, luz a los ojos, movimiento a las extremidades, vida a un planeta devastado y hay un dolor que se nos clava en el costado como el filo de un cuchillo enastado en el corazón.

Y me detengo en esta afirmación: “Creo que la vida me ha dado poco; no hablo de riquezas, sino de la vida feliz.” Héctor, hermano de alma y canción: ¿cuándo la vida de lo que se conoce como humanidad ha estado unida a la felicidad? El mundo que conocemos no nos entregó ese manjar.

Las alegrías nos las inventamos y seguimos inventando nosotros, auscultando la muerte que se derrama continuada, despedazada toda ternura por el odio.

Y de esas fibras estás hecho. Envejece el cuerpo, adquirimos enfermedades curables e incurables, quedamos lacerados de dolores de todas las formas, y sin embargo, Héctor, nunca hubo un día que desistiéramos de levantarnos a mirar el sol, a soñar que detrás del ruido sordo de la metralla, hay un niño a quien no se le quebró su sonrisa.

Y sí, poeta aciertas plenamente cuando insistes en tu convencimiento de que la vida humana, en todas partes, es un estado que tiene más de sufrimiento que de dicha. Nada que nos asombre ni nos sorprenda. No hemos visto cristalizar la dicha colectiva en parte alguna.

Sólo conocemos las ráfagas fugaces, el estallido de un hilo de fuego en medio de la penumbra. Como asomarse a la catedral de luz que guarda en su interior la flor de baile, que se le entrega sólo a quien por esos breves instantes se asoma a ver su florecer.

¿A qué dicha podíamos aspirar si todo a nuestro derredor es una condena permanente en odio mayor y destrozo de amores?  ¿Y no es con este material, Héctor, con lo que has trabajado siempre, desmenuzando la miseria, recapitulando las ganancias, clasificando los niveles de explotación, contemplando al hombre morar, sin que aún le hayan atravesado la cabeza con un disparo?

Si alguien puede entender la tristeza del mundo y la personal, la que se anida en las noches insomnes, eres tú. Sembrabas vida en tus clases, en los libros que escribiste, en los poemas que dibujaste sobre cuartillas de papel aún no recuperadas.

Y me detengo en otro de tus decires: “Estas líneas surgen de una necesidad personal que grita la búsqueda de un trago que pudiera consolarme y mitigar los dolores de la vejez, los de la pérdida de seres queridos y esos que azotan por la lucha, sin fortuna, contra una maligna enfermedad.”

¿Y quién alguna vez nos ha consolado Héctor? Si hasta donde recuerdo nosotros hemos sido los consoladores por excelencia. ¿Cuándo tuvimos donde apoyarnos sin que esa viga se quebrara y nos dejara sin respiración?



No tengo memoria de eso Héctor. Envejecer es además la posibilidad de haber vivido mucho más que tantos que ni siquiera llegaron a abrir los ojos a un creciente de luna.

Un trago jamás es un consuelo. Y yo, en particular, Héctor, hermano, no te ofrezco consuelo, te ofrezco compañía, y ese amor que nos ha juntado desde que nos conocemos. ¿Y para qué vas a querer tú que te consuelen?

¿Qué es el consuelo sino ese instante en que alguien se asoma a adornarnos el dolor con una palabra que conocemos de sobra? No, Héctor amigo del alma, no. De amor requerimos, no de consuelo.

Y continúas afirmando: “Envejecer es más difícil que morir, por la razón de que renunciar de una vez y en conjunto a una vida que vive con poca esperanza, cuesta menos que un largo adiós. Soportar la propia decadencia y aceptar la segregación es un trance más amargo que desafiar la muerte. Hay una aureola en la muerte muy dulce, y solo hay una larga tristeza en la caducidad creciente. La madurez del alma no vale nada en esta tierra de gases lacrimógenos. Sin derechos humanos.”

Y con tu permiso, Héctor, voy a citarte a un poeta que conoces mucho, Vladimir Maicovski, en un poema que le dedica a Serguei Esenin. “En esta vida / morir es cosa fácil./ Hacer vida / es mucho más difícil.”

¿Y cuándo ha sido fácil? Envejecer Héctor es un atributo del que disponen hasta las flores. Y jamás, al arrugarse sus pétalos, la rosa pierde la esperanza de renacer en otra rama. Hay una belleza en ese oscurecimiento de su piel, en ese desprendimiento de sus hojas, que hace suspirar más que cuando está en la plenitud de su belleza.

Cuando a uno se le atrofia un sentido los otros se multiplican. Cuando uno ya no puede correr, descubre lo que nunca vimos al andar siempre apresurados hacia destinos que no eran los nuestros. Caminar con una andadera, es casi volver a aquella estación en la que éramos niños y nos parábamos en cada esquina a buscar una flor que llevarla a la madre que nos aguardaba.

¿Lo has pensado así alguna vez? Decadente es aquel joven que sólo sabe acumular tantas riquezas como destrozos causa en el hombre que habita a su costado. Decadente es quien carece de sueños y esperanzas. Decadente es quien quiere regirlo todo, hasta nuestra muerte.

No, Héctor, tú jamás serás decadente. Sí, puede haber a veces una aureola en la muerte muy dulce. Pero la madurez del alma no se mide en su resistencia a las bombas lacrimógenas. Se mide precisamente en vivir en los tiempos sin derechos humanos, que han sido todos lo que conocemos.



Y citas a Salomón: “Por azar llegamos a la existencia y luego seremos como si nunca hubiéramos sido. Al apagarse, el cuerpo se volverá ceniza y el espíritu se desvanecerá como aire inconsistente. Caerá con el tiempo nuestro nombre en el olvido, nadie se acordará de nuestras obras; pasará nuestra vida como rastro de nube, se disipará como niebla acosada por el sol y por su calor vencida. Paso de una sombra es el tiempo que vivimos, no hay retorno en nuestra muerte, porque se ha puesto el sello y nadie regresa”.

Mi dulce Héctor, me quedo con el Salomón del Cantar de los Cantares, con ese recorrido por el amor. Porque te pregunto Héctor: ¿acaso alguna vez lo que hicimos, lo que sacrificamos, las huellas que hubiésemos podido dejar era para que no nos olvidaran? ¿Para evitar ese paso de una sombra?

No, mi Héctor. Jamás lo pensamos ni lo hicimos así. Lo único que queríamos y aún queremos es inscribir nuestro hacer en El Libro de la Vida. Es decir esa canción anónima y colectiva que se va construyendo con todos nuestros lamentos y todas nuestras ilusiones.

No hemos buscado escapar al olvido. El olvido es de los otros. De nosotros la memoria. Y por eso jamás le hemos dado espacio a la muerte para que se adelantara. Hemos batallado siempre contra ella, aunque nos tengo sujetos los días y las noches. Y resistirla es celebrar la vida que nos queda, cualesquiera sean las heridas recibidas.

La medida de tus días, Héctor, y la medida de los días de cada uno, es una cuenta que trazamos nosotros. Y es nuestra tarea llenarlos de instantes o derrumbarnos ante ellos, inmóviles. Y eso no es lo que somos, Héctor, ni lo seremos jamás.

Cada día y cada aventura que nos haya tocado vivir o estemos viviendo tiene, si se la buscamos, su belleza, aún en medio de los dolores insostenibles. Y esa alma que allí se agita es una cinta elástica que se quebrará cuando sea su tiempo.

Y yo también me quedo con los versos de Miguel Hernández: “Espérate, muerte, espera/espérate a que me muera/cuando te lo pida yo”. Y nunca la pidas.

Cuando llegue la recibiremos con la misma fortaleza con la que hemos vivido. Y en el aire se diseminará lo que fuimos y lo que somos, como un abrevadero de agua dulce y cristalina. Porque así encontrarán nuestro corazón, por más fatigado que esté.

Héctor eres un ser maravilloso, un amigo de los adentros, un persistente buscador de la verdad detrás de tanta farsa y mentira. Y tus huellas están allí para quien quiera recogerlas y resembrarlas en los paisajes resecos en que se ha convertido esta tierra.

Y sabes mejor que nadie que en este tiempo de complicidades y corruptelas, de destrozos y masacres, a muy poco les interesa detenerse en una señal que los refleje como son.



Nuestras labores siguen perteneciendo a los silencios. Nuestra presencia a las soledades. Pero en ella, Héctor, la vida cobra un tono violeta que hay que cultivar como una flor. En ese recinto solitario no hay límites.

Y allí en esos predios, Héctor, toma el papel y revélales a quienes vendrán después de nosotros, todo el fulgor que tu cuerpo cansado, aún retiene en las casillas del vivir.

Y los que te queremos, no permitiremos que te gane el desaliento. Porque es también nuestra la historia que escribes. Y aún vencidos seguiremos sonriendo. Porque conocimos la alegría y en su nombre hicimos y hacemos todo lo que hemos podido.

Te entrego mis manos y mi abrazo. La candidez de un verso niño. La franja del alba que junta la noche con el amanecer en ese poema cósmico que reinventa el horizonte cada día. Mis ojos de mirar pléyades cuando solo hay penumbra.

La risa nocturna de los grillos. Las sonatas de los sapitos en las riberas de la noche.  Y la eterna travesía subterránea de la chicharra para regalarle a las madrugadas el fugaz silbo de su melodía.

Te entrego todo aquello que no tuvimos y por lo cual las noches se nos hicieron insomnes, sin que jamás se quebrara en nuestro interior el espíritu lúdico de las estaciones de la luna.

Caminamos juntos en esos pasos, Héctor. Y levantemos una copa, para brindar por la vida vivida y para repetirle a la muerte que se espere hasta que nosotros la pidamos. Mientras, la seguiremos enfrentando, invocando la ternura y derramando semillitas de amor en los territorios del desahucio.


mery sananes
30 noviembre 2017
fotos de HSM / roberto mata



6 comentarios:

Unknown dijo...

Profesor Héctor con estas palabras tan amorosas y realistas de la poeta, usted tiene que seguir adelante combatiendo y disfrutando cada amanecer un abrazo

Antonio Cabezas dijo...

Mery, Hector, Levanto mi copa para brindar por la vida vivida....
dos abrazos.

Ramón Santaella Yegre dijo...

Héctor, después de leer las palabras lindas de la poeta bella, no queda mucho o poco por decir; siempre has sido ejemplo de docencia, de tolerancia, honestidad, ética y moral; estás obligado a continuar siendo lo que creímos y creemos eres; hay cosas que no se dicen a menudo pero, fuiste siempre ejemplo a seguir y siempre admiramos tu manera de ser profesional. Te diré algo: cuando oigo a los demás referirse a la vejez, no me siento involucrado, aunque pudiera asumir un gesto de tristeza por ellos, razón por la cual siento orgullo por la mía, contento y satisfacción; me lleno de emoción sincera y logro momentos gratos de alegría porque considero que quienes hablan tan mal o con tristeza de la vejez, no se refieren a la mía y tú amigo e insigne profesor debes sentirte orgulloso de tu vejez y de haber llegado a ella.

Unknown dijo...

Aunque poco nos hemos frecuentado, siempre he albergado admiración por ti mi querido Hector; esas hermosas palabras hacen brotar vida, al igual que tu has hecho en tu largo recorrido. Un apretado abrazo para ti, y un fraternal beso para Adicea.

maria eugenis gil beroes dijo...

Tomo prestado este canto a la vida, porque la muerte espera. Lo tomo para compartirlo, porque no quiero consuelo, quiero compañia, buena compañia, la mala sobra.
Tomo prestado este manifiesto de amor porque eso es lo que necesitamos para ser valientes y vivir.
Gracias Prof Silva Michelena por provocar esta respuesta que no acepta dudas sobre la existencia y presencia del amor, la amistad, el respeto y una profunda sabiduria sobre nuestra condicion humana.
Querida Profesora Sananes MIL GRACIAS, Un abrazo inmenso

Anónimo dijo...

Se empieza la vida en inconsciencia. Al ir creciendo poco a poco se va encendiendo la luz de la consciencia, se aviva con cada cosa que se aprende pasando por un momento en el que llega el conocimiento de la fatalidad de la muerte. Llega otro momento en el que empieza el envejecimiento, lentamente, mientras la consciencia sigue iluminando y puede que hasta cada vez mejor. En quienes llegan a vivir un largo envejecimiento poco a poco se va debilitando también la luz de la consciencia, van desvaneciéndose conocimientos como en un proceso inverso al crecimiento y puede que piadosamente llegue un momento en que se desvanezca también el conocimiento de la muerte.
Si así fuera, una larga vida ofrecería ese final piadoso, sea que se asuma que la luz de la consciencia se enciende en el evolucionado cerebro humano y que termina de apagarse con su muerte o que se asuma que provine de una fuente eterna de consciencia que se acopla al organismo en la vida y a ella retorna tras la muerte.