Y, después de haber escrito un sinnúmero de obras, se detuvo a crear estas “Letras vueltas” (mediaisla, 2018) que son una verdadera demostración de su capacidad para leer al otro, con entrega y sin desazones. Un recorrido en verdad impresionante que nos da no solo la medida de cada uno de los escritos que pueblan sus páginas sino de su calidad como lector, tan profusa como su escritura, tan sorprendente como sus propios textos.
René nos tiene acostumbrados a sus obras. De un sencillo objeto, una bicicleta, un paisaje, una plaza que arde en protestas en un país lejano, un bar donde la algarabía se detiene ante la noticia de la compañera herida de muerte hilvana una historia que queda impregnada de memoria y de porvenir, unos versos que quedan girando en torno a uno después que se leen.
Ya no se trata de recordar ni la infancia, ni sus raíces, ni la entrada de expedicionarios o los desmanes de una dictadura atroz. Ni tampoco esa cascada de poesía que se le derrama entre los dedos, cuando de amores se trata.
En estas “Letras vueltas”, como ya lo hiciera en su anterior “Tientos y trotes” (Editora Nacional, 2011), convencido de que un libro es un lago en el cual hay que sumergirse como un buzo, René Rodríguez Soriano vuelve a cabalgar a rienda suelta por los cautivos prados de la lengua, para alcanzar el ritual de cada texto, y compartirlo.
Y por ello “Letras vueltas” es un verdadero canto a la fraternidad entre escritores, que transcurre en un periodo largo de tiempo. Suerte de tesoros conservados no solo para René sino en particular para cada uno de aquellos que confiaron en su sensibilidad, para entregar su libro a la voracidad del lector.
Y tal vez lo que más impresiona es que en ningún caso hay un salir del paso o cumplir un deber. Es hacerle compañía a una obra de creación, desenvolviendo su sentido y sus cauces. Como lo ha hecho siempre en sus propios libros: tocar el interior de la obra leída y producir aquello que brota espontáneamente de su saber y sentir.
René Rodríguez Soriano, quien gusta de bañarse en las ardientes aguas del fuego del infierno, tildarse de frustrado timbalero y grisáceo contador de historias sin historia, no es hombre de cumplidos o halagos. No acepta compromisos formales. La escritura es su instrumento de combate, su comunicación entre el mundo interior y exterior. Es un ejercicio en el cual pone la vida, como en cualquiera de sus obras.
No hay filamentos que sobren. No hay complacencia sino acercamiento a un texto al cual ingresa para encontrar esos puntos que habrán de hacerlo deshilvanar una historia, retener una memoria o dejar correr un tiempo que entre sus dedos se hace móvil.
Y como todas sus obras, “Letras vueltas” comienza con un epígrafe de Marguerite Duras: “Uno siempre sabe lo que no es un libro”. Y he allí la explicación mayor del libro.
Cada uno de los textos que René glosa o celebra ha llegado a sus manos por distintos caminos y en distintos tiempos. Y en ese arribo si sabe lo que no es un libro, atrapar el libro que es resulta una aventura tan exigente como el poema o la narración.
Y tal vez eso queda aún más que explícito en la carta con la cual inicia el libro. Allí suelta sus amarras y en este solo instante menciona a aquellos que “desconocen la hermosura de una yegua alumbrando”. Los que creen en los tribunales de la Santa Inquisición, e ignoran por completo las teorías de Oresme y Copérnico. Esos son los ausentes.
A los presentes, los describe así: “De vez en cuando llegan, cosidos de aletazos e invenciones; gota a gota o en racimos, alborotando los buzones y alborozando la ceguera de mis dedos que de vez en cuando, solo de vez en cuando, anidan o se enchivan en los separadores y en los márgenes de aquellos libros que jamás retornarán a ser de quienes los pusieron en mis manos”.
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