Este
texto, publicado el 15 de mayo, en El País, fue difundido en el portal de
Noticias Universitarias, por Luis Montes, un permanente cazador de palabras que
no se desvanecen sino que se insertan en la corteza de la vida. Hoy Carlos
Fuentes, el padre, es noticia. Su despedida, si es que en verdad se despiden
quienes han dejado huella, hoy ocupa primera plana. Una obra, una vida dejan el
testimonio de su hacer y su escribir.
Más
allá o más acá, en medio de esa escritura que no cesá nunca de ser pregunta y
herida de un tiempo de mortajas, está la tragedia personal de quien ha perdido
sus dos hijos: Carlos y Natasha. El primero sobreviviente de una enfermedad que
selló sus límites. La segunda, una herida que se detuvo en un pavimento cualquiera, sin que ni transeúntes
ni nubes pudieran descifrar qué tristezas apagaron sus voces.
Este
escrito del padre sobre su hijo, ido un 05 de mayo de 1999, y escrito el 15 de
mayo de ese mismo año, nos da la claves de uno y de otro, de una estirpe que le
dio a la vida la urgencia y el contenido que reclaman en tiempos difíciles. Por
eso puede decir: no hay frustración en su obra, aunque su vida quede trunca.
Aquel joven para vencer la
muerte se enraizó en la vida, en la palabra y en la imagen, plasmando una
fuerza que sobrepasa toda ausencia. Y dice el padre de esta rebelión creadora
del hijo: Me di cuenta de que en la lectura, Carlos trascendía la imagen para
buscar afanosamente -no sé si para alcanzarla- la metáfora, es decir, la
encarnación de las cosas del mundo en su parentesco más misterioso, más lejano
pero más cierto; la relación más olvidada pero más natural, simplemente, entre esto y aquello.
¿No fue acaso lo que hizo
el padre a través de sus obras: indagar, reinventar, desarmar y armar las cosas
del mundo en su parentesco más misterioso?
¿Viviré mañana? No lo sé decir.
Pero no me iré sin resistir.
Esta recámara es mi núcleo.
Pensar bajo las cobijas es mi fuga,
con los ojos cerrados,
para escuchar mi miedo escondido en el silencio,
mi miedo que al romperse se vuelve el desconocido mal.
Sea bienvenido el misterio,
pero mi reacción, desconocida también,
también por ello me aterra.
Entonces mi temor no tiene tiempo
de pensar su terror
y la belleza me embarga toda entera.
En homenaje al padre,
invitamos al hijo para que nos enseñe a resistir la muerte, tan cercana, tan
cotidiana, tan abismal, que nos circunda, cerca, hasta destruir cada fragmento
de lo que no hemos podido ser ni alcanzar.
Para que nos diga cómo
hacer para que nuestro temor no tenga tiempo de pensar su terror, sino que
logre dejarse embargar por la belleza, hasta darle la bienvenida al misterio.
Para aprender a ser hombres de verdad hasta el final. Y
así sobrevolar los muros que nos limitan e invalidan, hasta alcanzar los
bosques donde mora el canto sagrado de los pájaros que invoca el tiempo infinito del vivir.
mery sananes
El País
Sábado, 15 de mayo de
1999
Tribuna:RECUERDO DE
UN JOVEN ARTISTA
Mi hijo: un hombre
hasta el fin
El pasado 5 de
mayo murió Carlos Fuentes Lemus, hijo del escritor mexicano. Su padre evoca la
difícil existencia de este joven artista, marcada por la enfermedad
15 MAY 1999
CARLOS FUENTES
Fue un joven
artista iniciando un destino que nadie podría deshacer porque era el destino
del arte, de obras que al cabo sobreviven al artista. Tocando la frente
afiebrada de su hijo, la madre se preguntaba, sin embargo, si este joven
artista que era su hijo no hermanaba demasiado la iniciación y el destino. Las
figuras torturadas y eróticas de sus cuadros no eran una promesa, eran una
conclusión. No eran un principio. Eran, irremisiblemente, un fin. Entender esto
le angustiaba porque la madre quería ver en el hijo la realización completa de
una personalidad cuya alegría dependía de su creatividad. No era justo que el
cuerpo lo traicionase y que el cuerpo, calamitosamente, no dependiese de la
voluntad"."Miraba trabajar a su hijo, abstraído, fascinado, mi hijo
va a revelar sus dones, pero no tendrá tiempo para sus conquistas, va a
trabajar, va a imaginar, pero no va a tener tiempo para producir. Su pintura es
inevitable, ése es el premio, mi hijo no puede sustituir o ser sustituido en lo
que sólo él hace, no importa por cuánto tiempo, no hay frustración en su obra,
aunque su vida quede trunca...".
Cuando escribí estas líneas,
hace pocos años, las imaginé como un exorcismo, no como una profecía. Pensaba
en mi hijo Carlos Fuentes Lemus, nacido en París el 22 de agosto de 1973 y
muerto en Puerto Vallarta, Jalisco, el 5 de mayo de 1999. Apenas empezó a
caminar, cuando su madre Silvia y yo vivíamos en una granja en Virginia, su
cuerpo se llenaba de moretones y sus articulaciones se hinchaban. Pronto
supimos la razón. Carlos, a causa de una mutación genética, sufría de
hemofilia, la enfermedad que impide la coagulación de la sangre. Desde muy
pequeño, debió someterse a inyecciones del elemento coagulante que le falfaba,
el Factor Ocho. Pensamos que, aunque molesto, en este procedimiento se
encontraba un alivio para toda la vida. La contaminación de las reservas
sanguíneas por el virus del sida desprotegió a los hemofílicos, a veces por
decisiones médicas equivocadas, a veces por actos de irresponsabilidad criminal
de las autoridades en Europa y en los EEUU. El hemofílico quedó desamparado,
abierto a terribles infecciones y al debilitamiento de su sistema inmunológico.
Carlos tuvo una
infancia de dolores pero muy pronto, de una manera más que intuitiva, como si
su precocidad fuese un anticipo de la muerte y un acelerador de su vida
creativa, concentró sus horas en el arte de las palabras, la música y las
formas. A 1os cinco años de edad, ganó el Premio Shankar de Dibujo Infantil
otorgado en Nueva Delhi, India, sus maestros en la escuela primaria a la que
Carlos asistía en Princeton enviaron sus obras iniciales sin que él o nosotros
lo supiésemos, al concurso. De allí en adelante, Carlos nunca abandonó el lápiz
primero, el pincel enseguida y sus tempranas adoraciones artísticas nunca: Van
Gogh y Egon Schiele. Lo recuerdo, durante un viaje de verano por Andalucía,
exigiendo que el auto se detuviese a cada momento para fotografiar, admirar y a
veces recoger girasoles, como si se llevase con él un cuadro del pintor
holandés. Plantó semillas de girasol en el jardín de nuestra casa en la
Universidad de Cambridge, pensamos que perecerían en el frío inglés, pero al
regresar una primavera, florecían como dentro de un cuadro... Luego, en un
notable salto al pasado, Carlos descubrió el arte preciso y luminoso del
renacentista Giovanni Bellini y la formalidad expresiva del pintor japonés
Utamaru. Éste era su acervo pictórico.
La imagen empezó a ocupar el
centro de la vida de Carlos. La imagen pictórica primero, enseguida la imagen
literaria, al cabo la imagen fotográfica, inmóvil, y la cinematografía fluida.
Fue como si entendiera que la imagen escapa a toda definición reductiva y
abarca, en un acto casi amoroso, los sentidos visuales, auditivos, olfatorios,
gustativos... Por eso fue tan dolorosa para él la meningitis que casi lo
destruyó en enero de 1994, privándolo prácticamente de la vista y de1 oído que
era para él la compañía más íntima y sensual de su cuerpo enfermo. Sus pasiones
eran Presley, Elvis Presley, Bob Dylan, los Rolling Stones, sobre todo Elvis:
cada año, cada 16 de agosto, Carlos viajaba a Memphis para conmemorar el
aniversario de la muerte de Elvis. Su colección de fotografías tomadas por él
mismo constituye un singular archivo de la importancia del rey del rock.
Como a muchos
padres que nos quedamos en Agustín Lara y Ella Fitzgerald, a mí me resultaba
difícil seguirle a mi hijo por los meandros de sus gustos musicales. En cambio,
sentía una identificación amorosa con sus gustos literarios, la poesía de
Keats, Baudelaire y Rimbaud, el teatro de Oscar Wilde, 1as novelas de Jack
Kerouac y la filosofía de Nietszche... Me di cuenta de que en la lectura,
Carlos trascendía la imagen para buscar afanosamente -no sé si para alcanzarla-
la metáfora, es decir, la encarnación de las cosas del mundo en su parentesco
más misterioso, más lejano pero más cierto; la relación más olvidada pero más
natural, simplemente, entre esto y aquello.
Here is the beginning of my post.
Carlos, desde los lechos de
los hospitales que debió frecuentar a medida que recobraba milagrosamente la
vista y el oído pero perdía, a veces por errores irresponsables e imperdonables
de la cirugía, otras funciones mentales, no abandonaba nunca el papel y la
pluma, el dibujo y el poema, en una búsqueda febril del sentido profundo de
todas las cosas que le iluminaban la vida al tiempo que se la arrebataban. Digo
"milagro". Tiene un nombre: la atención de un eminente epidemiólogo
mexicano, el doctor Juan Sierra, devolvió a Carlos, una y otra vez, a la vida
creativa.
Carlos realizó su
trayecto artístico con urgencia, con alegría, con dolor, pero sin una sola
queja. Sus ojos profundos, brillantes a veces, ausentes otras, nos decían que
el dolor individual de nuestro cuerpo es no sólo intransferible, sino
inimaginable para los demás. Si no lograba transmitirlo en un poema o una
pintura, el dolor permanecería para siempre mudo, solitario, dentro del cuerpo
sufriente. Hay una gran diferencia entre decir "el cuerpo me duele" y
"el cuerpo duele". Cómo darle voz a uno y otro dolor es el enigma
planteado por Elame Scarry en su gran libro El cuerpo adolorido. Mi hijo
Carlos se lo propuso a sí mismo en términos de urgencia verbal y visual.
"¿Viviré mañana?", se pregunta Carlos en uno de sus poemas.
"¿Viviré mañana? No lo sé
decir. / Pero no me iré sin resistir. / Esta recámara es mi núcleo. / Pensar
bajo las cobijas es mi fuga, / con los ojos cerrados, / para escuchar mi miedo
escondido en el silencio, / mi miedo que al romperse se vuelve el desconocido
mal. / Sea bienvenido el misterio, / pero mi reacción, desconocida también, /
también por ello me aterra. / Entonces mi temor no tiene tiempo / de pensar su
terror/ y la belleza me embarga toda entera. / No existe lo predecible. / Y
éste es el temor mayor./ Quiero verte / en la misma posición, sacudida en
llanto, / despojada por una semana más / de tus débiles apoyos. / "Cada
hombre mata lo que más quiere". / Cada mujer se dejará amar hasta la
muerte. / ¿Cuál es el amor hasta la muerte? / ¿Es sólo un peregrino de todas
las semejanzas?".
Mi hijo sentía una
gran identificación con los artistas que murieron jóvenes, John Keats, Egon
Schiele, James Dean, Gaudier-Brezka... No tuvieron tiempo, me decía Carlos, de
ser otra cosa sino ellos mismos. Alguna vez le hable de su tío desaparecido,
Carlos Fuentes Boettiger, el hermano de mi padre, muerto de tifoidea al iniciar
sus estudios en la ciudad de México a los 21 años de edad. Como Carlos mi hijo,
Carlos nuestro tío empezó a escribir muy joven y publicó en Xalapa, Veracruz,
una revista literaria que contó con el apoyo del poeta Salvador Díaz Mirón. Hay
una extraña similitud entre el poema de mi hijo muerto a los 25 años y otro de
mi tío muerto a los 21 años. Encuentro en la revista Musa Bohemia un
poema escrito por mi tío Carlos Fuentes en 1914: "Tengo miedo al reposo,
aborrezco el descanso... / Me acobarda la noche / porque entonces mi vida se
yergue en un reproche, / me mira gravemente y me muestra después / el fantasma
tremendo, la terrible vejez".
Ninguno de los dos Carlos
llegó a la "terrible vejez", pero el temor de lo impredecible nos
acerca a mi mujer y a mí, padres de Carlos Fuentes Lemus, al dolor que hoy
entendemos mejor de tantos amigos nuestros que perdieron tempranamente a un
hijo, Tola Miranda y René Creel a su hija Sofía, Isabel Allende a la suya,
Paula; al dolor de Nina Zambrano y el de los artistas Ben Yakober y Yanick Vu,
cuya joven hija pereció en la hermosa isla de Mallorca donde Carlos dejó su
obra pictórica inicial al cuidado de un gran artista y amigo, Ramón Canet.
Recordamos sobre todo a Ana María Icaza y a Ramón Xirau, cuyo hijo, otro joven
talentoso y de gran promesa, Joaquín, murió a los 27 años, igual que mi hijo
Carlos, un 5 de mayo. Y el otro Carlos, Carlos Fuentes Boettiger, murió también
un día de mayo, en 1916... Junta de sombras, fatalidades entrelazadas y muerte,
junto con las personas, de todo lo que dejan, inerte, en un cajón, en un
ropero, en un lienzo vacío o una página en blanco. Y a pesar de todo, pugnamos
por mantener el calor del objeto, la vigencia del trazo, la huella del
caminante... Qué alegría nos dio saber que la última noche de su existencia,
desde Puerto Vallarta, Carlos, dotado de una intuición feliz y terrible a la
vez, estuvo llamando por teléfono a todos sus amigos en todo el mundo,
contándoles sus planes para terminar su película, publicar su libro de poemas,
exponer sus cuadros, decirles que estaba contento, fuerte, lleno de
creatividad, enamorado de su novia Ivette. A la mañana siguiente caería
fulminado por un infarto pulmonar.
Mi esposa Silvia y
yo queremos agradecer todas las demostraciones de cariño y comprensión que
hemos recibido en estos días, sobre todo de amigos que conocieron y apreciaron
a Carlos. Destaco, entre ellas, algunas que dan fe del talento y creatividad de
mi hijo. Una es del escritor español Julián Ríos: "Un artista como vuestro
hijo está vivo en lo que creó. Los que tuvimos el privilegio de conocer a
Carlos debemos contribuir a que sus talentos brillen en su ausencia".
Otro testimonio es el de otro
gran escritor y amigo, Juan Goytisolo: "Quería a Carlitos como a alguien
de mi familia. En Berlín, en Marraquech, pude apreciar su inteligencia y
sensibilidad admirables. Era un poeta: la obra que me mostró lo prueba sin
lugar a dudas. Resultaba imposible estar con él sin sentir la necesidad de
cuidarle y protegerlo del mundo".
Lo mismo dirían,
seguramente, Héctor Aguilar Camín, que a veces debió servirle a Carlos de padre
iniciático, y José María Pérez Gay, con quien mi hijo pasó una de sus últimas
veladas discutiendo a Nietszche. "Viví cerca de Carlos en Buenos Aires, el
año pasado", me escribe Juan Cruz, "y pude tener el privilegio de
disfrutar de la calidad íntima de su creatividad...".
Pero acaso la última palabra
le corresponda a nuestra entrañable amiga Carmen Balcells, porque ella entendió
mejor que nadie la relación entre la madre y el hijo: "Pienso sobre todo
en Silvia, porque ella ha tenido toda su vida una dedicación extraordinaria con
ese muchacho y ha vivido en un continuo sobresalto sobre su salud. Recuerdo
perfectamente una visita que hice a Carlos en Nueva York y me impresionó su
fragilidad y el desvelo de Silvia, que más que una mamá, parecía una novia o
una amiga entrañable ofreciendo su inquebrantable apoyo a un muchacho lleno de
inquietudes y de deseos juveniles de entrar en una normalidad que nunca le fue
posible...".
Los exorcismos de
la muerte se vuelven a veces profecías de la vida. Carmen Balcells tiene razón.
En Los años con Laura Díaz, evoqué la muerte de mi tío Carlos Fuentes en
Veracruz a principios de siglo, pero quise evitar, escribiéndola, la muerte de
mi hijo Carlos, transformado en el segundo Santiago de la genealogía de Laura
Díaz:
"Silencio. Quietud.
Soledad. Es lo que nos une, pensaba Laura con la mano ardiente de Santiago
entre las suyas. No hay respeto y cariño más grande que estar juntos y
callados, viviendo juntos pero viviendo el uno para el otro, sin decirlo nunca.
Ser explícito podía ser una traición a ese cariño tan hondo que sólo se
revelaba mediante un silencio comparable a una madeja de complicidades,
adivinaciones y acciones de gracia... Todo esto vivieron Laura y Santiago
mientras el hijo se moría, sabiendo los dos que se moría, pero cómplices ambos,
adivinos y agradecidos el uno del otro porque lo único que decidieron
desterrar, sin palabras, fue la compasión. La mirada brillante del muchacho en
cuencas cada día más hondas le decía al mundo y a la madre, identificados para
siempre en el espíritu del hijo, ¿quién está autorizado para compadecerse de mí?
No me traicionen con la piedad. Seré un hombre hasta el fin".
And here is the rest of it.