El hombre humano, que no alcanzamos a ser, se diluye, absorbe, aniquila, extingue, en medio de un planeta que ha olvidado el sabor del pan dulce que hacían las abuelas, la sal de la vida, el destino de las azaleas, comer verduras frescas, enamorarse de la matemática o el beso de los hijos desde un autobús en marcha.
¿A qué nos aferraremos? ¿Cómo detener la destrucción que avanza sin obstáculos, la violencia que todo degenera, el miedo que corta en dos el amor, el odio que nos convierte en malabaristas del mal?
Cada uno, en el espacio gigante de su yo interior, deberá resolver ese enigma, para entonces poderse juntar al otro que somos, y unidos fundar la vida que queremos.
Un candidato honesto, digamos varios, justicia pronta y cumplida, salud pronta y cumplida en el Seguro Social, muerte a la impunidad, cura para el sida, cura para el cáncer, aunque ya sea tan tarde, cura para el odio, aunque eso está más difícil, besarse mucho y emborracharse menos, patio con palo'e cas en las guarderías, grupos de teatro aficionado en las oficinas, o coros, o montañistas desaforados de los domingos en vez de birreros desenfrenados frente a la tele.
Una canasta menos básica y más generosa, pues según Ortega y Gasset no sólo de pan vive el hombre, sino también y sobre todo de lo superfluo, que es la sal de la vida: pues de queque de frutas, qué caray.
A la que quiera embarazarse, mucho ardor y un hombre sano y un diluvio de leche en cada pecho. A la que no, ardor también y fuerzas, y mares de oxitocina. Que terminen de enterrar los cables en San José. Que se puede volver a caminar sin temor por San José. Que el jardinero no se ensañe con mi azalea, que si bien no florece, no le ha hecho ningún daño al vecindario.
Que mi hija menor coma verduras. Que el que no chapea el lote coma purgante. Que no ensucien la playa, pongan bajito el radio, usen menos el carro, compren menos hamburguesas, no toquen tan duro el pito, manejen sin celular, apaguen el celular, -que estamos dando función-, no hablen por celular cuando quiero que me quieran. Que no boten las casas de Cartago, o las de Aranjuez, partida de desalmados que no tuvieron abuela. Que los niños aprendan matemática porque alguien enamorado de la matemática les contagia la pasión por la matemática.
Que no se droguen del otro lado de mi tapia ni me roben la lámpara del frente. Que mueran de muerte mala los que venden a una niña, o explotan a un niño, o se roban a un bebé. Que el que quiera comprar a una chiquita, que se vaya yendo por el mismitico avión por el que entró.
En materia de sábanas: cortejo, encanto y maña, y alguien de tu tamaño, mal alumbrado.
Que no nos maten a un solo clarinetista más. Que no nos maten a un solo periodista más. Que no nos maten a más mujeres, porque ninguna nos sobra.
Que lo digan, si no, sus padres, sus hijos, sus amigos, el cuadernito arrugado de sus planes futuros. Que no le rompan la cara al director.
Que "a mayor opulencia, más extensa la barriada de tugurios" deje de ser una ley física.
Que a nadie le bote la casa el río, porque ya no habrá casas junto al río. Que el río no bote basura al mar, porque ya no habrá basura en el río. Que no se acabe el mar. Que no nos roben los peces ni las playas, porque es el mar el que da nombre a este país. Que nadie compre este país, que es lo único que tengo, y la fe en la decencia de un par de gobernantes.
Que no gastemos la existencia defendiéndonos del hambre, la estupidez o la codicia, sino que la dediquemos a su verdadero fin: la búsqueda del ocio, la belleza y el placer. Que mujer y varón puedan fraternizar. Que la paz nos avasalle y mueran las armas del miedo.
Que la tumba de mi madre me bendiga y el beso de mis hijas, desde el autobús en marcha, me libre de todo mal.
Ana Istarú para EL FINANCIERO
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