viernes, noviembre 22, 2019
ANTES DEL FIN
ANTES DEL FIN
Héctor Silva Michelena
Tuve conocimiento en el día de ayer de este escrito. Como puede
imaginarse cualquiera que lo haya leído debe haber recibido una verdadera
conmoción. No se trata sólo de los que conocemos a Héctor, con quien hemos
estado ligados desde hace muchas décadas, sino a cualquiera que se haya
acercado a leer este testimonio duro, severo, terrible, en el cual, y a pesar
de todos los sin embargo, Héctor el poeta, acude a su propio historial para
seguir sobreviviendo en medio de su decaimiento físico, que jamás habrá de
alcanzar la roca preciosa de su corazón.
Y ante este testimonio, precipicio y cima a la vez, no puedo sino
responder, porque en él, se salva lo más hermoso que aun conservamos: la
persistencia en los sueños no cumplidos. Porque muere uno cada día de ilusiones
rotas, colectivas e individuales. Y vuelve uno a levantarse, tomado del amor
que cosechamos, con la decidida e
inequívoca decisión de entregarle el castigo al próximo corredor.
La muerte nunca ha estado alejada de nosotros. Sobrevivimos en medio de
ella. Y hemos visto convertirse los territorios más granados en ocultos
espacios para fosas comunes. Y a pesar de que siempre anda cerca, buscando un
tropiezo nuestro, hemos sido, somos y seremos, constructores del vivir. Y
Héctor pertenece a esa especie inextinguible de quienes han macerado la
esperanza y la ilusión en su propio agrietado corazón.
Ojalá quienes lo lean, puedan verse a sí mismos, en sus palabras. Y los convoque
a producir un alto en el diario trajinar, para rehacer la inútil ingeniería del
día, y reasumir el real y difícil compromiso del vivir.
ANTES DEL FIN
Héctor Silva Michelena
Dije que la vida me había sido mezquina. No de cosas
materiales, nunca las tuve nunca. Era de la vida feliz, yo pensaba en san
Agustín. En este opúsculo, escrito en 386, Agustín afirma que la razón lleva a
la verdad suprema que es Dios, y quien posee a Dios es feliz. Yo nunca he
logrado esta posesión suprema. Pensaba en la gratitud, en la amistad como
sentimiento puro y desinteresado. ¡Qué lejos está de mí la frase de Violeta:
“Gracias a la vida, que me ha dado tanto”!
Repito con Buñuel: Yo conozco el nombre de mi
enfermedad, es la vejez. Insisto en que envejecer es más difícil que morir,
renunciar de una vez al último suspiro cuesta menos que renovar el sacrificio
diariamente y al por menor. Soportar la propia decadencia y aceptar el
empequeñecimiento es más amargo que desafiar la muerte. Hay una aureola de la
muerte, trágica y añosa, que deja en los labios una larga tristeza de caducidad
creciente.
He amado las candilejas de la tarde, las nubes creadoras
de colores que no existen sino los ojos del artista. La vejez ascendente
aparece entonces más conmovedora, el ardor juvenil se difumina en los ojos del
horizonte. El alma es una ruina oscura. Mi corazón jamás habla, por temor y por
vergüenza. Me burlo siempre del momento que pasa y tengo la emoción
retrospectiva. Esta tarde una languidez homicida volvió a apoderarse de mí; me
invadieron el hastío, esa horrible bestia que acosaba a Baudelaire, y una
tristeza mortal se instaló en mis huesos.
Una nada y todo queda en peligro, una nube y todo se
entenebrece. A una tiniebla solo puede iluminarla convenientemente otra
tiniebla, escribió memorablemente san Juan de la Cruz. ¿Qué me dijo ese pájaro
con su mirada serena, iluminada y tranquila, donde las montañas y las nubes,
las milagrosas nubes, nos hablan de una alegría suspendida? Hay una brizna de
hierba que sonríe. Hay un recuerdo en el cielo. ¿Por qué tengo esta alegría?
Por haber pasado unas horas saludable. Sentía yo la influencia irresistible de
la bondad.
La vida que quiere afirmarse en nosotros lo hace sin
nosotros. Se rehace a sí misma, vuelve a tejer sus telarañas. En verdad, yo no
he tenido nostalgia de la muerte. Me gusta sentir vivamente la poesía de las
rosas. Peleo contra las garras de la bestia llamada enfermedad. Sin metáforas.
He amado las tardes con sus nubes de colores y sus soles de largas cabelleras,
húmedas de besos.
Ahora leo a Apollinaire: Señor mío, Cristo está
desnudo, cubridlo cubridlo, con el manto talar apagad sus ardores. Me basto
para alimentar para siempre el fuego de mis delicias, y los pájaros protegen
con sus alas mi rostro y el sol. No sigue el poeta de la eterna juventud. Pero
escucho leyendo la frase musical que inventó el amor, el amor obsesivo. Pero
dio sus frutos.
Estoy mareado. Apenas puedo escribir, lo hago para
terminar esta música de viejo organillo. Ciertamente, pude escucharlos en la
esquina de mi casa. Los dolores me abruman, mas puedo recordar mis momentos de
alegrías. Por ellos he vivido, y por ellos voy a recorrer el trecho que me
queda.
Esta es mi última nota. A los pocos que leyeron,
gracias. Y a los que no, también.
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