viernes, noviembre 22, 2019

A TU SUEÑO DE QUERER CANTAR COMO LOS PAJAROS



Carta para  
Héctor Silva Michelena
mery sananes

Mi querido Héctor
hermano del alma

Acabo de leer tu artículo para pocos y para muchos. Y si bien tus dolorosas palabras recaen sobre mí como un sismo, en otras del recuerdo te vuelvo a encontrar como lo que siempre has sido. Luchador incansable, arriesgado conductor de ideas y sueños, alfarero en tierras áridas, aguardando permanentemente el espiral de una germinación.

No ha sido fácil el tiempo que nos ha tocado vivir. Pero como bien lo dices en tu escrito, nunca dejamos de anclarnos en esos instantes luminosos que también la vida nos ha prodigado. Tú lo escribes aquí con inmensa belleza: “Los dolores me abruman, mas puedo recordar mis momentos de alegrías. Por ellos he vivido, y por ellos voy a recorrer el trecho que me queda.”

Y esa frase te nombra y determina, te define y esclarece. Sabemos sin embargo, que siempre hemos vivido en ese filo del antes del fin. Nunca hemos sabido cuándo ni cómo será. Y jamás lo hemos buscado, a sabiendas de que estamos sujetos a cualquier circunstancia, sea una bala, o una enfermedad como la que se sembró en tu organismo.

Los dolores jamás nos han faltado. Y ha sido una lección de vida permanente. Porque de cada uno de ellos hemos procurado levantarnos –como lo has hecho y lo sigues haciendo tú- sin que los signos de las heridas distraigan la enormidad de las pasiones que hemos desenvuelto en ese afán por salvar la vida en su plenitud, en todo momento.

Y de esto hemos hablado en otros instantes. Es una tarea profundamente solitaria que también nos ha enseñado la riqueza de la soledad, ante un mundo que ha perdido el rumbo de los afectos, de los instantes compartidos, de los sueños que, a pesar de verlos cada vez más erosionados, siguen indemnes en nuestro interior, como un talismán que actúa a manera de contraseña de un vivir que procuramos no desperdiciar.

Y mucho de eso puedes tú decir. Porque tu oficio es y seguirá siendo siempre el de permanente traspasador de fronteras para alcanzar verdades más cercanas a la tragedia del mundo, que ese conocimiento que se vende a altos precios, sin siquiera considerar la larga herida del hombre vulnerado.

Todos los caminos los has recorrido siempre con una pasión renovada, con energía de roca sólida o de vertiente de agua en su encuentro con el mar. Y aunque los hilos que bajan de las colinas se hayan adelgazado casi hasta desaparecer, conocemos de sobra sus lechos y el hangar donde colgamos nuestros deseos.

Y te diré algo más, Héctor, a ti te ha atacado con fiereza una enfermedad a la cual es difícil comprender que no se le haya encontrado remedio. Pero tú nunca estarás enfermo de vejez. Tú dices: “Soportar la propia decadencia y aceptar el empequeñecimiento es más amargo que desafiar la muerte. Hay una aureola de la muerte, trágica y añosa, que deja en los labios una larga tristeza de caducidad creciente.”

Y  te respondo que la gente como tú no envejece jamás. Porque el fin –que a todos nos toca- no te llegará en medio de una larga tristeza de caducidad creciente. Te llegará asido a lo vivido, al instante que atrapas desde tus ventanales de un atardecer sobre el Ávila, o en el trino de un pájaro que te deja señas desde cualquier árbol aún no talado.

Tu estructura de maguey podrá doblarse por el dolor, pero seguirá siendo ese estandarte donde cabe holgado un abrazo, donde jamás falta un latido que se junta al del otro, aunque ausente. Y aquí lo reiteras sobradamente: “La vida que quiere afirmarse en nosotros lo hace sin nosotros. Se rehace a sí misma, vuelve a tejer sus telarañas. En verdad, yo no he tenido nostalgia de la muerte. Me gusta sentir vivamente la poesía de las rosas. Peleo contra las garras de la bestia llamada enfermedad. Sin metáforas. He amado las tardes con sus nubes de colores y sus soles de largas cabelleras, húmedas de besos.”

Quien así siente y escribe no envejece, aunque las garras de la enfermedad, aunque sus filos en el huerto de tus rosas y de tu poesía hayan hecho. Y agregas: “Me basto para alimentar para siempre el fuego de mis delicias, y los pájaros protegen con sus alas mi rostro y el sol. No sigue el poeta de la eterna juventud. Pero escucho leyendo la frase musical que inventó el amor, el amor obsesivo. Pero dio sus frutos.”

A ese que clama allí haber vivido y seguir viviendo a toda costa, es a quien le escribo estas letras, como si en ellas pudieras encontrar un antídoto al dolor. Porque ¿cuándo nos ha faltado la herida? La curamos y se vuelve a abrir. La cosemos y se descose. La cubrimos y vuelve a aparecer. Pero sabemos bien, mi querido Héctor, que hemos resistido siempre. Porque alguna vez escuchamos al viejo organillo y su música aún resuena en las escalinatas de los días.

La mala jugada de la enfermedad te está regalando un tiempo de mirar, de descubrir detrás del alba todas las tonalidades del azul. De descifrar en el corazón de una flor el enigma del vivir desasistido y aún encontrar la belleza en los ramajes de un árbol  o en la persistencia del sol en los inviernos.

En estos tiempos en los que alguna avería me ha inmovilizado, he mirado como nunca al exterior y al interior de mi misma. Me he detenido en los colibríes que nunca llegaron. En los rostros que se me habían perdido en la memoria. En los poquísimos afectos que se construyen en una vida que nunca se nos hará larga. Y conste que seguimos cosechando como si toda la tierra fuese un lecho de esperanzas. Como tú lo sigues haciendo.

El fin en realidad comenzó al principio. No hubo un antes sino un todo. Y desde entonces hemos desafiado la ley de gravedad y la teoría del tiempo, inventado estaciones de alegría en pleno desplome del mundo. Construido amor donde al parecer sólo procede y actúa el odio. Sido fieles al propio corazón sin jamás entregarnos a la compra y venta de los días.

En el fondo hemos triunfado sobre la adversidad, aunque los dolores se hagan insostenibles. Y he aquí tu propio testimonio: “¿Qué me dijo ese pájaro con su mirada serena, iluminada y tranquila, donde las montañas y las nubes, las milagrosas nubes, nos hablan de una alegría suspendida? Hay una brizna de hierba que sonríe. Hay un recuerdo en el cielo. ¿Por qué tengo esta alegría? Por haber pasado unas horas saludable. Sentía yo la influencia irresistible de la bondad.”

Y la seguirás teniendo, porque de esa materia de la bondad y el amor estás hecho, sin antes ni final. En duro el proceso, Héctor, de continuar vivo. En el desafío de querer cuando la mayoría olvida y desazona. En el acto subversivo de no dejarnos desarmar por la violencia de los otros. Y en ese sueño de querer cantar como los pájaros.

Muucho te quiero, Héctor, te sostengo y me sostengo, y seguiremos desafiando el dolor construyendo un panal donde podamos ir dejando intactas nuestras recaderías. Que nunca serán las últimas. No lo olvides!!

mery sananes
 22 de noviembre del 2019



1 comentario:

Aborojuan (Juan Martínez Iglesias) dijo...

Me he asomado a esta estampa de otra vida, de otro ser que camina, como yo, descalzo, paso a paso.
En los barros las huellas, en las huellas la historia sin renuncia.