Gustav Mahler
07/julio/1860 - 18 / mayo / 1911
Cada día se despide uno de algo que es esencial al corazón. Y cada día despierta uno a un encuentro que de nuevo apacigua la congoja y revive el asombro. Es la sabia y eterna ley de la vida, que se conjuga en un año luz o en la centésima parte de un segundo.
El Principito en su diminuto planeta tenía la virtud de hacer girar su silla para despedirse del día que le antecedía y celebrar la mañana que arribaba. Tenía una rosa única y se había aprendido los consejos que le dieron el zorro y la serpiente. Y una caja donde guardar su boa, para que no molestara su flor.
Nosotros no tenemos tanta sabiduría, ni alcanzamos esa dimensión de lo humano que el Pequeño Príncipe nos deja. Vamos por los caminos despidiéndonos sin siquiera saberlo y tal vez por eso se nos olvida detenernos en lo que va a nuestro encuentro frugal y sencillo, pero pletórico de luz.
Uno siempre se despide cuando ya es demasiado tarde, cuando uno advierte que tenía tiempo yéndose o viendo al otro partir, y que nada habíamos hecho para cambiar ese rumbo o para apurarlo hacia donde debía llegar. La mayor parte de nuestra vida la transcurrimos en los intermedios, incapaces de ser caminantes, sino aguardando la próxima escena de una obra de la que no somos los autores.
Por eso somos esto que somos, bajel sin orilla, pájaro sin nido, pozo sin agua que lo eleve a la superficie de los ríos. Nos quedamos siempre a medias. Vivimos sin vivir y a la hora de morir, que no es más que otro trayecto de una misma travesía, creemos que es tiempo de despedirnos de todo aquello que, en verdad, nunca vivimos.
En fin de cuenta, la mayor parte de las veces elegimos morir de a poquito, que es como despedirse cada día, en vez de alcanzar la cima de la vida, arribando a cada encuentro como si nunca hubiésemos estado.
A Gustav Mahler le tocó despedirse de muchas cosas esenciales, mientras él adivinaba con precision quirúrgica la tristeza que advendría a sus días. La mayor de sus pérdidas fue la de su hija María, cuando tenía cinco años.
Sin embargo esa despedida Mahler la convirtió en una honda instancia de vida, en un peregrinaje por los días idos, que él reconstruye con todos los acordes por los cuales puede expresarse la tristeza, el dolor y la herida, hasta regalarle al hombre de este tiempo un espejo gigante donde mirarse, una pradera florecida donde acampar, una tormenta de suspiros para aprender a respirar la vida desde el interior de los milagros.
En este día de despedidas previstas y de inicio de nuevas navegaciones, me siembro en este adagio de la novena sinfonía de Gustav Mahler, para de allí fraguar mis nuevas alas, y emprender, como siempre lo he hecho, travesía de cardenal hasta alcanzar la estatura de los bosques que aún no han nacido.
mery sananes
18 de mayo del 2010
4 comentarios:
No puedo vivir sin sus Adagios.
Mañana lo leo. Pues ahora que tengo nuevamente servicio, se ha ido la luz ( eléctrica, aclaro, que la otra resplandece tras las nubes y la lluvia... )
Certeza tenemos LA de que la luz que nunca te podrán desconectar es esa otra, la que resplandece tras las nubes y la lluvia. La que te guarda los adagios cuando la música cesa. Abrazos.
Mahler jamás imaginó una bienvenida de pájaros sumidos en su música, y mucho menos el abrazo preciso de tus palabras infinitas que nos recuerdan que hemos venido a quedarnos, a transformar cada adiós en otra razón para existir.
Qué belleza de palabras has dejado Navil. Las recojo con temblor. Y las atesoro como el verdadero homenaje que le hacemos a Mahler cada vez que lo escuchamos, cada vez que horada nuestras tristezas y las convierte en una sonoridad de silencios estremecidos. Gracias, poeta.
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