NAVE SORDA
UNA ACUARELA EN EL AZUL O UNA
SONATA CASI GRIS
mery sananes
Un libro para leerlo y
releerlo, siguiendo las estaciones de la luna o un calendario de melancolías.
Ritual de amor en tiempos sombríos. Persistencia del corazón sobre el espejo
roto de los días.
René Rodríguez Soriano de nuevo nos
sorprende con un libro (Nave sorda, Libros
Medio Siglo 2015) que es una invitación a navegar por parajes turbulentos. Ni
va preparado ni prepara al lector. Libera las palabras de toda atadura y deja
que ellas recorran ese viaje circular por el amor y la ausencia, la memoria y
el olvido, la fragancia que se derrama sobre los lechos marinos y ese sabor a
vacío y exilio de los adioses que ya estaban anunciados.
Es entonces una ofrenda a la brevedad
del amor que deja un canto zurcido en la garganta, un aluvión de peces danzando
sobre los dedos, un sacudimiento de sueños que quedan sembrados en las orillas
de donde parten los navíos en busca de su propio olvido.
Un juego que talla heridas, pero que se
vuelve irrevocablemente necesario en un vivir decidido a no anclarse en la
soledad de los cangrejos, sino aventurarse mar adentro hacia la región de los
susurros y los estremecimientos.
Es un autor que ya nos tiene
acostumbrados a no regirse por norma alguna. Sea cual sea la forma de su
escritura, su esencia es poética. Nunca ha respondido a clasificaciones o a
fronteras. Y es precisamente esa libertad la que le permite reinventar el
lenguaje y moldearlo a la exacta magnitud de sus itinerarios.
No sé
si mirarte
o mirarme en tus ojos en la bruma
o decirte o no decirte nada
que lo es todo
Por ello, esta Nave sorda es ante todo un aluvión que sobreviene
como un torbellino, nadando entre adjetivos, audacias y decires. Un aflorar de
imágenes que es el habla natural de RRS. De quien ha sorbido con profusión y
apasionamiento cada tramo de su estancia y su existencia, como si a nado los
peces le hubiesen entregado el secreto de sus vaivenes.
Nada asombra ya en su escritura, porque
toda ella es un desparpajo que desnuda el lenguaje con el mismo arrobamiento
con el cual se desviste la mirada sobre unos ojos que no acampan aún sobre sus
besos. Como un esgrimista apuntala y acicatea la tarde cuando navega aún en las
madrugadas. Sus dedos son cómplices en el alumbramiento de incertidumbres que
nacen de instantes de resplandor.
Sus travesías de claro oscuros siempre
trazan espirales alrededor de un sol de medianoche. Recoge y deja huellas que
no pertenecen ni al olvido ni a la ausencia. Sus palabras cincelan rostros,
ardides, que convierte en tempestad de esdrújulas.
No sabe, ni quiere saber, con cuáles
adjetivos o sustantivos habrá de mirarse o mirar el rostro que busca. El amor
está allí, en la ausencia y en el trazo que no llega a concluir, que deja ese
sabor salobre de un instante apenas atrapado.
Si
aparecieras,
la gramática del deseo daría los mil sentidos
dispersos del diccionario absurdo de estas horas.
La memoria es entonces el desenfreno del
tiempo que se fue y que no regresa sino en la invocación que el poeta teje en
sus dedos y sus palabras. Lo demás es el absurdo de las horas vacías. Cuando
ella se marcha —dice— se lleva consigo los ojos los sonidos y el tiempo, la
música que alumbra su apagada estancia. Y al sólo quedarle la escritura sus
dedos deletrean una pasión que ni se apaga ni se silencia. Queda registrada en
un memorial sin olvido, tejido en su propia piel.
Por ello, no importa el nombre sino la
asimétrica mordedura del fruto. La estancia alumbrada. El fragor de los besos
que aún no ha alcanzado a beber, de una mujer que hizo y deshizo mil nudos en
sus dedos y en sus sueños, para entrar y salir por las pasarelas de la nada.
Desenfrena las hélices de la locura,
de un tirón sin titubeos.
Es tiempo de que impongas sonora tu presencia
Esta espera tiene en vilo a todo un
ejército, nos dice. Y ese es precisamente el recorrido de esta nave, que lleva
en sus flancos todas las estaciones del amor, cinceladas sobre su cuerpo. Las
páginas se escriben en la espera, desbrozando distancias, anulando caminos, en
una nave sin otro destino que la orilla de una mujer, enigma de la luz y los
corales, que se hace agua y retorna y se va nunca otra vez…
Y a ella, que son todas y una a la vez,
le pide que empuje los verbos que saben, ‘los que no inventa nadie de un pueblo
que inventamos antes de que anocheciera’. Y allí está la clave y el enigma, el
secreto y el mapa de una invención que no concluye porque se pierde siempre en
la sonrisa cuerda de locura, en la presencia de la llovizna, cintura de sus
dedos y sus fuerzas, en los ojos que habitan su lenguaje, hasta convertirse en
una rienda tensada que se suelta y viene hacia él, mansa y torcaz, bajando
Arroyo Arriba, sin frenos.
Esa es su expedición y su travesía. Y es
lo que recoge este libro que como un bajel perdido va socavando orillas en
busca del filamento de una estrella o de una flor de amor retoñando en los agujeros
que los cangrejos le dibujan a la arena.
Será el
infinitivo, el verbo que me salve
El infinitivo es el punto de partida
para conjugar pasado y presente, para reinventar el verbo y por la tangente de
sus conjugaciones, hacer presencia alada donde la arena aguarda la marea que la
moje. Moldearlo en gerundios para sacarle música a las branquias de los peces,
retocar el olvido en la acuarela de su sombra, asirse al eslabón de un gorjeo y
así salvarse herido de la abulia de su muerte.
Va perdido por el celaje de unos ojos,
en un viaje unívoco, con la certeza de que no hay pasión más encendida que su
vuelo hacia las rosas de la mujer que busca y a cuyos flancos se entrega, a
sabiendas de que en su pecho el agujero de un adiós le quebrará las alas.
Soy yo
cuando soy tú,
vencido entre tus aspas.
Lo ha dicho y repetido: soy yo cuando
soy tú, vencido entre tus aspas. Es un destino sin elección. Una geografía
inapelable. Sabe que como gaviotas vuelan los olvidos y se alejan sin llegar a
perderse en el baldío. Pero se llevan los jirones y las descarnaduras entre las
uñas. Sabe que el naranja que se baña o destiñe en los mares de la tarde, trae
tristes, asonantes y dolidos acordes de guitarra. Pero, nada detiene su
expedición en busca de esa sola canción que abate el frío y la distancia.
Su nave va y viene, se estrella y se
endereza como la palabra, y en la turbulencia de las aguas y el corazón
estremecido, las velas tiñen el cielo de un canto que aún nadie ha cantado. Y
que RRS va recogiendo en hebras y pedazos para recomponerla sobre la malla
tendida de unos besos sin orillas.
Espántame la codorniz del miedo,
exclama, alza la cruz del sur para este norte torpe que desafina mi violín de
luz tardía, y ciega mi escopeta zurda de asolar manglares, dame un trago de sed
y viérteme ardiendo en tus riberas.
Nada de sorda
tiene esta nave
¿Pudo el poeta cumplir su deseo? Si lo
hubiese hecho, la nave se habría detenido, los verbos se hubiesen dormido sobre
la aurora, y el amor habría sobrepasado toda escritura. Pero sabe que vino sólo
con la intención de pintar una acuarela en el azul o una sonata casi gris, para
decir o no decir que lo es todo.
Por ello nada de sorda tiene esta nave
que se desliza subrepticiamente bajo los párpados, para que a cada quien le
toque, con Rilke, la voluptuosidad de no ser sueño de nadie. Ni es una sonata
casi gris, a pesar de todas las ausencias que hacen naufragar las caricias que
no alcanzaron su sur. Ese bajel dibuja una acuarela en el azul enardecido de un
mar caribe que René lleva adherido a sus raíces y que corre por sus arterias a
galope del rumor de los peces o los gritos de los ahogados.
Un libro para leerlo y releerlo,
siguiendo las estaciones de la luna o un calendario de melancolías. Ritual de
amor en tiempos sombríos. Persistencia del corazón sobre el espejo roto de los
días. Expediente de adioses en el andén de un tren que nunca parte. Material
para el desasosiego y la fascinación. ¿Quién no habrá de anclar en sus
navegaciones?
Ilustraciones de Venus Guerrero (Santo Domingo, RD 1976)
egresada de la Escuela Nacional de Bellas Artes.
Publicado en Media Isla, el 27 de junio
del 2015
Invitamos a leer la revista completa en el siguiente enlace
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