CARTA A SALVADOR TENREIRO DIÁZ
en respuesta
Ay mi Salvador, quizás
sin saberlo, o más bien por esa intuición tuya que todo lo descubre, el poema a
tu padre me toca en profundidad. Tal vez porque siempre he ejercido ese ritual
de traer al padre y a la madre a la mesa de las viandas que la vida nos otorga.
Y por esa certeza de que no existen en verdad las despedidas. Las ausencias son
simples intervalos entre un fin y un comienzo, como también será el nuestro.
Pero ciertamente de
pronto sobreviene tiempos en los que damos por pensar que el padre anda
ensimismado en alguna memoria que no nos pertenece y nosotros los dejamos con
ellas, aunque siempre lo sentemos en el espacio de los desvelos y en el
territorio de los abrazos que nos debemos.
Y tu forma y manera de
escribirle me es muy cercana. Como tú lo dices en tres versos tan sencillos y
sin embargo absolutamente conmovedores: “No tengas miedo a que te olvide. /
Estás conmigo siempre a la hora de la cena. / Pero me sigues haciendo falta.” Y
al leerlos, me pareciera escuchar mi propia voz interior en ese diálogo jamás
concluido con el que nos comunicamos con aquellos que amamos.
Y es tal el la otredad
entre este tiempo y aquellos en los que las conversas iban deshilvanando lo
incomprensible, que a veces uno siente por instantes qué oscuridades habrían
sentido de presenciar este mundo que ha perdido aquellas armonías que nos
inventábamos y mediante las cuales una calle era una memoria, un árbol un
ritual al que nunca faltábamos, un atardecer que jamás se marchó de nuestra
ilusión de que se repitiera.
Tu poema tiene el
misterio y la sencillez de lo que suele juntarse en aquello que es esencial:
“Si me asomo a la terraza de mi casa / hay una luz que permanece / en
permanente metamorfosis. / Ninguna tarde es igual a la mañana/ ni un día al
otro precedente/ ni a los que le siguen por semanas.” Para agregar lo que
escribes desde tu alma aún de niño: “Yo que contemplo estas mudanzas / imagino
que esa luz es la voz / de mi padre. Mi voz va pareciéndose / a la suya
mientras me ilumina su memoria.”
Y basta tu asombro y tu
memoria para que siempre esté allí. Porque: “sigues presente / en
esta dulzura honda del espíritu / en esta sombra umbrosa/ en que me voy
pareciendo / cada día más a ti.” Y siento que es así en una forma
aún más profunda. El tiempo sobrepasa siempre los intervalos. La distancia es
apenas la fuga de un suspiro. Y la ausencia se diluye en la memoria que ya nos
alcanzó.
Se remueven los días de
dulzura, Salvador, por ese afán de uno de dejar esas mismas huellas sobre
alguna mesa donde el espíritu se vuelve pan de horno y el amor el almíbar en el
que se cuece la jalea de mango. Y esa vianda tantas veces nos hace falta cuando
este mundo dislocado nos cambia la harina de los afectos por un pan agrio y
reseco que ningún llanto logra amasar.
Agradezco esta
dedicatoria que hoy me haces. Y segura estoy de que tu memoria está más que
sembrada en muchos territorios, a veces invisibles para quienes han extraviado
el aliento de vivir, pero existente en esos escritos en los que recoges ceremoniosamente
cada uno de los gestos recibidos y los afectos derramados sobre esa vasta
geografía del espíritu que es la patria sin cercas que llevamos dentro.
Y cuánto y cómo comparto
contigo estos versos con los que finalizas el poema, Salvador: “Aunque pasen
los años me haces / una falta sin fondo.”
Te abrazo con inmenso
cariño y agradecimiento, mery
14 julio 2020
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